Abuso
Por el sonido de
sus tacones y la frecuencia de sus pasos, los trabajadores del taller
de peletería, sabían que había entrado ella. El taconeo
imponía un silencio a su paso, como de semana Santa. Todos callaban.
Bajaban sus voces y centraban su vista en las herramientas o la pantalla
de ordenador. Hacía varios días que no venía y el
ambiente se había relajado. El capataz fue hacia ella, servil,
para darle los buenos días, y ella continuó hacia su despacho
mientras de su boca perfilada de carmín salía un gracias
seguido de ven a mi despacho.
El negocio marchaba bien, pero aún puede marchar mejor, fueron
las primeras palabras que dijo mientras se acomodaba en el sillón
de piel y abría el ordenador. El capataz, al que conocía
desde hacía más de veinte años, asintió con
la cabeza. No sabía por dónde irían los tiros. Últimamente
la jefa se mostraba concentrada en algo que él desconocía.
Siempre tuvo ese carácter arrogante, dominante, pero lo cierto
es que fue su capacidad la que había hecho crecer el negocio. Eso
era indiscutible. Claro, a su talento y sus buenos contactos. Pero también
ayudaba su clase social. Proveniente de una familia bien, acaudalada y
con pedigrí, destinada a ejercitar el poder con autoridad, fue
formada en los mejores colegios alemanes y franceses, con sus viajes de
inmersión lingüística y sus vacaciones de invierno
y verano, como corresponde a una joven que ha de saber moverse con soltura
por el mundo. Esquí en invierno, submarinismo en verano e hípica
todo el año, porque con esta disciplina se aprende a dominar, según
decía su padre. Clases de música para apreciar después
el abono del Liceo. Estudios académicos en Administración
de Empresas y alguna otra licenciatura fácil, con la que partir
al mundo laborar con el currículo ya lleno. Facilidades para ello
tuvo. La familia siempre ayuda. Con estos cimientos bien asentados, su
carrera fue fulgurante. Una empresa de ropa de importación cuyo
dueño compartía hoyos de golf con su padre, le facilitó
el primer aprendizaje, después, vino su matrimonio, con un joven
de la misma clase que ella, a fin de cuentas, la endogamia es el mejor
modo de proteger el futuro de la familia. La pareja fue acogida en un
piso de doscientos metros, en un barrio alto de la ciudad, que exige personal
de servicio uniformado y zona ajardinada para los futuros retoños.
Bien acomodados, los jóvenes tiburones se lanzaron al mar de la
vida con la certidumbre de que, pasara lo que pasara, siempre serían
ellos los depredadores. Tras dejar la empresa de importación, la
joven promesa de la peletería, ya sabía a qué negocio
dedicarse y creo su primera tienda y taller. Al principio le resultó
un poco difícil abrirse camino, hasta que la clientela creció
y cuajó, nutriendo así su cuenta corriente y su ego. Ahora
poseía tres tiendas y dos talleres, que gobernaba con mano de hierro,
siempre con una sonrisa de carmín, que adaptaba su curvatura en
función de a quién iba dirigida.
El capataz cruzó sus brazos por detrás, en una posición
casi militar y esperó que su jefa radiografiara la ropa que hoy
llevaba. Un movimiento de ojos abajo a arriba y listo. Era lo primero
que hacía cuando tenía a alguien de frente, era como un
mecanismo de evaluación rápida de la persona. Tras el examen
dijo: he estado fuera, haciendo un curso de optimización de recursos
y tengo algunas ideas. El capataz volvió a asentir. Ella le invitó
a sentarse. He estado haciendo números y creo que se pueden mejorar
los ingresos. No vamos mal, pero podemos ir mejor. Tenemos veintiséis
operarios, dos cortadores y los chicos de almacén, en prácticas.
Creo que si reducimos a veinticinco los operarios y pasamos a uno de almacén
al taller para que ayude a los operarios, podemos mantener la producción
y aumentar los beneficios anuales al reducir los gastos de una nomina.
¿Qué te parece? A esas preguntas, el capataz siempre tenía
una sola respuesta. Bien. Bueno, continuo ella con pocas ganas de continuar
la conversación. Pues mira a ver a quién podemos echar,
y ya me dirás. Ahora tengo que marcharme, esta noche voy a una
gala benéfica y he de pasar por la peluquería primero.
El capataz salió del despacho lívido y se sentó en
un extremo de la nave. Allí meditaría a quién debía
sacrificar. Sufría por la decisión y por callarse ante aquella
mujer prepotente que manejaba el destino de los trabajadores como si fueran
meros números, solo material desechable. Pensaba que todos eran
buenos operarios y buena gente y no había razón para el
despido salvo que la simple voracidad económica. Recordó muchos episodios similares, como el trato de su jefa, una mezcla de paternalismo y de dureza inflexible, ajena por completo a cualquier empatía, le había hecho vivir situaciones parecidas. Se le había
formado un nudo en el estómago por una situación que se
repetía cada cierto tiempo, pero esta vez algo había sucedido en su interior, porque a la habitual sensación de asco, le había desaparecido la que siempre le acompañaba: miedo. Esto es un abuso. Un abuso intorelable.
De nuevo se oyó el taconeo, su figura atravesó el taller
esta vez en dirección a la salida, y se hizo de nuevo el silencio. Su media sonrisa y mirada rapaz repasó
a quienes iba encontrándose. Abandonó, por fin, la estancia y el murmullo
volvió a crecer entre el ruido de las máquinas. El capataz
seguía en un rincón, con palidez cadavérica y un
extrañ brillo o en sus ojos.
A las siete sonó la bocina que avisaba del fin de la jornada. Los
operarios y técnicos fueron abandonando el taller. El capataz,
seguía en el mismo rincón, hasta que todos se hubieron marchado.
Allí estuvo hasta bien transcurrida una hora, entonces se levantó
y entró en el almacén. No tardó en salir, portando
dos bidones de disolvente, uno en cada mano. Con meticulosidad calculada,
fue derramando el líquido inflamable por los montones de pieles,
las máquinas y la oficina. Salió de inmediato a la calle
y desde la puerta prendió fuego a un reguero de disolvente que
se metía hacia el interior del taller; se produjo un fogonazo y
las llamas se propagaron rápidas.
Ya a varias manzanas de allí el capataz oyó el sonido de
la sirena de bomberos. Fue entonces cuando se dibujó una sonrisa
en sus labios y el color volvió de nuevo a su rostro.
©Vicente Blasco
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