Al aire fresco de la noche
Era a finales de Julio. El calor del día menguaba con la entrada
de la noche. En torno a la figura oronda del señor Braulio, se
concentraban las sillas de algunos vecinos que salían a refrescarse
tras un día de caluroso verano. La obesidad del señor Braulio
le obligaba a que, durante el primer rato de la fresca, ayudara a su refrigerio
con un vaso de limonada, que doña Rosa, su enjuta mujer, ponía
a su alcance sobre una pequeña mesa de mimbre. Pero además,
para mitigar el bochorno de las iniciales horas de la noche usaba un majestuoso
abanico con cuyos vaivenes regulaba su temperatura. Poco a poco a su alrededor
se formaba un pequeño círculo de vecinos que se juntaban
para escuchar algunas de las historias del señor Braulio. Todos
los allí le profesaban cierta admiración, porque no solo
sabía leer y escribir sino que además, todos sabían
que de joven, antes de heredar la almazara de su padre y dedicarse al
negocio del aceite, abandonó el pueblo para aventurarse a deambular
por países lejanos y exóticos, con el único objetivo
de ver mundo. Doña Rosa, su mujer, se sentaba a su derecha, y entre
ellos la mesita de mimbre que servía para que reposara la limonada.
Combatía el calor con otro abanico y parecía oír
sin escuchar, entre sorbos de limonada y soplos de viento artificial,
ya que mantenía el rostro inmutable y ajeno a lo que allí
se contaba. Quizá tenía la mente en otro sitio, más
concentrada en cuestiones domésticas y de cotilleo que en las historias
que se narraban a la fresa. Era muy devota del Sagrado Corazón
de Jesús, devoción que el cura del pueblo sabía explotar
religiosamente, obteniendo de ella numerosas limosnas y ofrendas, a cambio,
eso sí, de solemnes misas cantadas y largos rosarios vespertinos.
Doña Rosa prefería dejar que la mente le llevara por estos
santos vericuetos al aire fresco de la noche y no por los fantásticos
viajes que desgranaba su marido o los hechos y sucedidos que contaban
el resto de contertulios. A fin de cuentas ella jamás había
salido del pueblo, ni falta que le hacía, y su máxima aspiración
era que sus hijas se casaran con dos buenos mozos del pueblo y que le
dieran nietos sanos que ella convertiría, sin duda alguna, en fervientes
niños católicos, apostólicos y romanos. A veces Doña
Rosa salía de su letargo y apuntalaba alguna conversación
con una de sus sabias sentencias, que evidenciaba que estaba perfectamente
al tanto de lo que allí se hablaba.
Los niños correteaban por la calle, yendo y viniendo de un sitio
a otro, hasta recalar en algún portal donde se refugiaban para
descansar tras sus correrías. La voz de algún padre les
imponía disciplina para que dejaran de vociferar y al final, acaban
sosegados y tranquilos víctimas de su propio cansancio y del sueño
creciente.
— Buenas noches señora Rosa y señor Braulio.
Era Simón quien acababa de llegar.
— Muy buenas noches, Simón, siéntate aquí —respondió
Don Braulio—señalando su izquierda.
Simón hizo un movimiento de cabeza para aceptar la invitación.
Extrajo su petaca y se sentó en una silla de respaldo alto, una
vez sentado se dispuso a hacerse un pitillo con aquel tabaco de picadura
que él mismo cultivaba. A Simón le gustaba escuchar y también
contar antiguas historias de hechos y sobre todo personas que tenían
algo especial y que acabaron por dejar su huella en la memoria del pueblo.
Era un agricultor vocacional al que le gustaba la tierra. Había
sentido la atracción por la naturaleza desde que era solo un niño
y su padre se lo llevaba al monte a hacer carbón. Su padre le enseño
cuanto sabía y sabía mucho de animales, de la siembra, de
los vientos, de todo lo que conformaba el monte y la naturaleza cercana
de los campos. Simón aprendió de su padre a predecir el
tiempo, y en era toda una autoridad en ello, tan infalible como el reloj
de la Iglesia, que hacía veintiséis años que no había
dejado de marcar la hora a su hora, desde que aquel extranjero de raro
nombre lo reparara. Simón prendió su cigarrillo, aspiró
con fruición y exhaló el humo azulado que se expandió
en la noche serena como una nube, después, con el dedo meñique
golpeó la ceniza mientras alejaba de sí el cigarrillo. En
ese momento apareció la señora Ramona que arrastraba su
silloncito.
La señora Ramona se sentó en su silloncito de enea. Era
viuda, cercana a los setenta años, y no se perdía la asistencia
a la fresca, ninguna noche, desde que murió su marido. El marido
de Ramona, Don Pedro, fue secretario del Ayuntamiento y no se relacionaba
con casi nadie, salvo con el alcalde, el cura y el cabo de la Guardia
Civil; era un modo este de evitar que le pidieran favores y tener que
hacerlos. El matrimonio había llegado al pueblo cuarenta años
antes y desde entonces el marido la había tenido bajo su yugo,
atenazada por su carácter huraño y mezquino, que no cambió
ni con el nacimiento de sus tres hijos, de los cuales, ninguno vivía
ya en el pueblo, alejándose a medida que se hacían mayores,
en busca, quizá, de mejores perspectivas de futuro en una capital
de provincias que sonaba a lejanía y olvido. Ramona, que era mujer
sencilla y obediente, se adaptó a aquella vida sobrevenida tras
el matrimonio, aceptando, muy a su pesar esa vida de segunda que la obligaba
a estar casi siempre sola. Le gustaba leer, igual periódicos que
llegaban con semanas de retraso al pueblo o libros de su biblioteca. La
lectura le proporcionaba su pequeña rato de felicidad diaria. Al
morir su marido, liberada ya de esas ataduras, ya pudo alternar con todo
el mundo, lo que le resultaba del todo fácil, dado su carácter
amable y solícito. Algunas veces venían a visitarla sus
hijos, y ella se desvivía porque su estancia fuera lo más
cómoda posible. Esa noche esperaba las historias nocturnas cubierta
con un chal de seda que sus hijos, en alguna de sus vistas, le habían
regalado.
Don Braulio, Rosa su mujer, Simón y la señora Ramona eran
los fijos, después, se alternaban hasta cinco o seis vecinos más
que no eran tan asiduos. Don Braulio vio llegar al joven Julito:
— ¿Qué hay de nuevo Julito?
Julito era un joven bien dispuesto que trabajaba en la botica de salazones
y que dada su poca edad aún no se había desprendido del
diminutivo de su nombre. Era un fervoroso oyente de aquellas tertulias
a la fresca.
Esa noche escucharon, como siempre historias: don Braulio narraba con
su maestría habitual alguna anécdota de sus viajes: de cómo
cayó enfermo en una selva tropical que intentaba cruzar para llegar
a un río caudaloso imponente y plano, como una laguna, al que llamaban
Amazonas y fue curado por un hechicero sin otra ayuda que una pócima
que sabía a diablos y que le hizo caer en un sueño profundo
y extraño, en el que soñó que era un gran pájaro
que luchaba contra una negra serpiente a la que acabó matando.
El hechicero le contó que el pájaro era el mismo y la serpiente
la fiebre que lo tenía enfermo. Recordó el señor
Braulio que al despertar de aquel extraño sueño estaba completamente
sanado y pudo continuar su travesía. Simón, al hilo de las
curaciones milagrosas habló de los poderes con las que nacen algunas
personas, como las que poseía Raimundo Pozuelo el viejo curandero
del pueblo que era capaz de recomponer los huesos rotos, fuera de animales
o personas, con tan solo tocarlos. Ramona contó a continuación
del relato de Simón que recientemente había leído
algo sobre una máquina mágica capaz de ver el interior del
cuerpo humano y que se podían ver los huesos a través de
una ventana o algo parecido, a lo que Julito, acabó añadiendo
que ese ingenio se le conocía como la máquina de rayos X,
y que ya la poseían algunos médicos, los más prestigiosos
del país, y como para dejar bien claro sus conocimientos de la
modernidad, Julito, añadió que todo eso era ciencia y no
magia. Todos estuvieron de acuerdo de que la ciencia caminaba muy deprisa
y que los médicos no tardarían en curar cualquier enfermedad.
Entonces la señora Rosa salió de su ensimismamiento y dijo
solemnemente que ella solo creía en Dios, y que ni los curanderos,
ni los médicos sanaban, sino era la voluntad del propio creador.
—¡Amén!—dijo don Braulio, en un tono que rezumaba
ironía - y para concluir la conversación, incorporándose
con esfuerzo de su silloncito añadió: —Bueno, señoras
y señores, ahora toca ir a dormir.
—Eso, eso, vamos a dormir que ahora ya refresca —apuntó
la señora Ramona que apretó más el chal como si esto
pudiera darle un poco más de calor.
Todos agradecieron a Don Braulio la historia de esa noche y él
se despidió con un ademán complacido y con una sonrisa pícara:
nadie sabría nunca que todos sus relatos eran fruto de su imaginación,
no salio jamás del país, ni siquiera de la provincia, aunque
su larga escapada lejos del pueblo le sirviera para crear en torno suyo
la leyenda de los viajes.
Se fueron caminando cada uno a su casa, a paso lento, recogiendo sus sillas
y sus voces y alejándose de la calle que quedó vacía
y silenciosa con aquella brisa fresca de la noche como único testigo
de aquel racimo de vidas que se alimentaban, cada noche, de palabras.
(c) Vicente Blasco Argente
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