Donde tú vayas quiero ir yo

Despertó ligeramente sobresaltado, con la extraña sensación de que el sueño había sido algo tan real y físico que hasta su corazón palpitaba acelerado. Aún permanecían frescos en su memoria retazos del sueño, y sobre todo, sensaciones y emociones que se resistía a olvidar. Pero al mismo tiempo que iba creciendo el estado de vigilia y de consciencia, se perdía la somnolencia que preservaba el sueño de su cohesión. Intentó en vano recuperarlo, pero cuanto más esfuerzo hacía para evocarlo más despierto se hallaba, y más difícil le resultaba rescatarlo de las brumas de la noche. Aún así pudo revivir con perfecta nitidez algunas escenas.

Se contempló a si mismo ascendiendo por la empedrada callejuela de un pueblo que no era el suyo. Un pueblo de montaña, con las casas de roca y techos de pizarra. Parecía estar abandonado aunque tenía el presentimiento de que era observado. Al girar una esquina se encontró con ella: Era una joven que vestía de blanco y parecía estar esperándole. “¡Cuánto has tardado!”, le dijo con el rostro de enamorada. “¡He estado todos estos años esperando que volvieras y por fin lo has hecho! ¡Sabía que vendrías!”. Y le llamó por su nombre: pero esto no le sorprendió tanto como la sensación de ternura que le embargaba al comprobar que alguien, que ahora no recordaba, pudiera esperarle con tanta ilusión. Y tuvo la percepción de que aquello era parte de una historia que él apenas recordaba. Era como si hubieran transcurrido años y de pronto se encontrara con un antiguo amor infantil, al que, extrañamente, no le hubiera pasado todo este tiempo, permaneciendo inalterable y con idéntica pureza de sentimientos. Con un nudo en la garganta trató de explicarle que él ya no era él y que no sabía qué hacía allí, pero no pudo acabar sus frases, porque ella corriendo se abalanzó hacia él y presa de angustia le dijo: “Tienes que llevarme contigo. Tienes que sacarme de aquí”.
 
Después de desayunar cogió el coche y se fue en dirección a una gran superficie comercial, era sábado y tenía que hacer la compra. Esa noche había quedado con sus amigos, dos solteros cincuentones como él, para celebrar el aniversario de uno de ellos y ver un partido de fútbol. Él llevaría las cervezas y algo de picar. Una canción que emitían en ese momento por la radio, le evocó de nuevo un trozo del sueño.
  
Ahora sabía que debía marchar con ella. Comenzaba a sentir un profundo cariño por aquella criatura que se aferraba a su brazo y ambos caminaban atravesando el pueblo. Notaba a sus espaldas la presencia de ojos que les observaban, pero no quiso volverse atrás. Presentía que el ambiente era hostil y no podía dejarla allí, abandonada, después de tantos años de extraña espera. Con dulzura le preguntó “¿Dónde quieres que vayamos?” y ella contestó, un poco temblorosa, “Donde tú vayas quiero ir yo”. La música le evocaba otras sensaciones: la neblina del pueblo que dejaban atrás, la humedad que parecía impregnarlo todo y el frío, un frío que hizo que ella se apretara con fuerza a su cuerpo y él en un impulso automático, la rodeara con sus brazos.
 
Bajó del coche tras aparcar y cogió un carrito de la compra que condujo lentamente hacia el supermercado. Observaba a las mujeres con las que se cruzaba como si buscara, de un modo subconsciente en el rostro de cada una de ellas, algo que le pudiera recordar a la joven de su sueño.
 
Se encontraban a media ladera de una alta montaña, las nubes estaban bajas y el pueblo se veía casi borroso en el fondo del valle; los rayos del sol de la tarde comenzaban a declinar por lo que buscaron refugio en una cueva horadada al pie de la montaña, no muy grande pero suficiente para pasar la noche. Tapados con una única manta se abrazaron con fuerza para combatir el frío. Ella tiritaba y él le murmuró cariñosas palabras de ánimo. Poco a poco, cesaron las palabras y se miraron en silencio, compartiendo hasta la respiración. Las miradas eran de compasión y deseo, de melancolía y de un amor que nacía por instantes, como si toda la vida de ambos hubiera sido una larga espera hasta llegar a ese momento. Y brilló en un segundo, en aquella oscuridad creciente, el destello de la pasión. Y se besaron: primero con ternura, después con desespero y, allí al abrigo de la cercana cumbre de una montaña hicieron el amor con la mágica sensación de que el tiempo se había detenido para siempre.

Mientras arrastraba el carro de la compra hacia la fila de la caja, intentó reconstruir los últimos momentos del sueño. Le costaba recordar aquel rostro, y solo evocarlo le invadía una sensación de ingravidez, como de enamorado reciente. Le pareció tonto pensar eso y esbozó una sonrisa, alejando de su mente esa idea: no era más que un sueño. Le tocaba ahora el turno a él, depositó la compra, y recogió en el otro extremo la mercancía. Fue al ir a pagar y dirigirse a la cajera que le sobrevino de pronto el sobresalto. Era aquel rostro que ahora le miraba el rostro de sus sueños; fue un cruce de miradas que lo dejó sin palabras y aún fue mayor su estremecimiento cuando comprobó que ella seguía ruborizada y hasta le siguió con la mirada mientras él se alejaba. En ese momento supo que ambos alguna vez, habían compartido un sueño y el deseo de un viaje, que culminó al pie de una montaña.

(c) Vicente Blasco Argente