Los
cuatro platos de Carmen
Es la una de la tarde y Carmen se dispone a sacar el cocido del fogón
donde hace dos horas que hierve a fuego lento y así, piensa, lo
tendrá todo preparado para distribuir el contenido en los platos.
Carmen tiene una sensación de vacío, de borrosa realidad
que no acaba de entender pero que acepta con resignación y ejecuta
la tarea de preparar la comida guiada por una rutina puramente mecánica.
Busca los cubiertos en el cajón de la mesa y piensa de modo fugaz,
mientras selecciona las cucharas, que quizá esa neblina mental
que tiene en su cabeza se deba a los 84 años cumplidos. Tiene el
vago recuerdo de que alguien, no sabe quién ni donde, le ha dicho
que ha visto a su marido por la calle y también a su hija Gloria
y por esa razón dispone los cuatro platos sobre la mesa redonda
de la cocina con hule de flores, con sus cubiertos alineados delimitando
cada zona. Mientras coloca el pan en la bandeja de plástico con
apariencia de mimbre, Carmen, cree que ha sido en la panadería
donde le han dicho eso, pero no está muy segura. Ahora recuerda
que le han preguntado que como se encuentra y que la ven muy delgada,
que debe comer más y que ha de tirar hacia delante, que la vida
ha de seguir. Al llegar a casa con el pan y otras compras se ha mirado
en el espejito de la entrada, el que está suspendido sobre la pequeña
mesita del recibidor y ha visto un rostro blanquecino y arrugado, con
los ojos enrojecidos en unas cuencas grises y un cuerpo que parece más
encorvada de lo habitual, como si acarreara un enorme peso invisible.
Esa imagen, que le ha devuelto el espejo, no le ha hecho mella alguna,
ni siquiera le ha llevado a reflexionar sobre la necesidad de cuidarse
más, esa imagen no ha penetrado en su mente porque su mente está
ocupada en preparar la comida. No quiere que llegue su marido y sus hijas
y se encuentren la mesa sin poner.
Pero nadie vendrá a comer a casa de Carmen.
El marido de Carmen hace un mes que murió. La enfermedad lo mantuvo
en la cama varios meses y aunque le dio mucho trabajo porque debía
alimentarlo y limpiarlo, a ella parecía no importarle, porque esa
tarea la mantenía ocupada. Se había acostumbrado a la voz
de su marido, requiriéndola a todas horas, y esa voz llenaba la
casa de vida. Pero él se fue apagando poco a poco y el último
día, envuelto ya en una fiebre que anticipaba su muerte dejó
abruptamente de llamarla y ella supo, al instante, que él había
muerto. Al entierro de su marido vino, desde Alemania, su hija Mari Carmen
pero no pudo venir su otra hija Gloria porque se hallaba enferma. Preguntó
por ella, pero nada supo de la gravedad de la enfermedad de su hija, por
eso cuando a primeras horas de hoy ha sonado el teléfono y una
voz que ha identificado como el marido de Gloria le ha dicho que su hija
acababa de morir no podía creérselo. Carmen ha llorado antes
y después de colgar el teléfono, sin apenas lágrimas
porque ya las gastó con su marido, y ha maldecido el cáncer
que se ha llevado a los dos y ha comenzado a dar vueltas por la casa,
enloquecida, como buscando una voz que la llenara de vida. Y se ha tendido
acurrucada como un ovillo en la cama donde expiró su marido, y
entre hipidos y sollozos se ha quedado dormida agotada por el llanto.
Al despertar ha sentido una extraña sensación de vacío,
como si su mente se llenara de nubes y le enturbiara el pensamiento, ha
tratado de recordar, pero no ha podido; ha mirado el reloj de la mesita
y al constatar lo tarde que era, de pronto, una idea se ha impuesto sobre
las demás. Ha salido de casa con el monedero en una mano y el pañuelo
en la otra, sin saber muy bien para qué, pero con la determinación
de hacer la compra, como cada día, porque en la borrosa realidad
en la que vaga está convencida de que hoy serán cuatro a
comer.
(c)
Vicente Blasco Argente |
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