Despertar

Sonó la radio del despertador y se acurrucó para arrancarle unos minutos más al sueño. Se quedó en un estado de duermevela que le permitía disfrutar un rato de la calidez de la cama antes de levantarse para ir al trabajo: era un sueñecito breve de apenas unos minutos. En ese estado de semiinconsciencia, con los sentidos aletargados por el sueño, fue cuando oyó aquella vieja canción por la radio. La melodía penetró en su mente, en su subconsciente adormilado, como un certero bisturí que liberara parte de sus recuerdos. Sufrió entones una sensación de abatimiento y abandono, la mismas sensaciones que sintió, muchos años antes, al ver su sonrisa triste tras los cristales, empañados por el frío, y evocó el ruido de la máquina que se ponía en marcha arrastrando los vagones con su fatigoso lamento mecánico. A medida que el tren se iba perdiendo a lo lejos y sus formas se empequeñecían en la distancia, notó como iba vaciándose de la alegría que había sentido al estar con ella, y como en su lugar, se iba llenado por la sombra temerosa de un incierto futuro. No sabía cuántos meses tendrían que pasar para poder verla de nuevo, ni cuánto tiempo transcurriría hasta que sus destinos pudieran ser uno. Sintió un dolor mudo que iba creciendo en su interior ahogándole en su propio silencio: la realidad era que la perdía, que perdía su perfume, que perdía su rostro, que perdía su piel y perdía sus besos. Con ella se iban las esperanzas, los sueños y el futuro.

Al salir del andén se dirigió a la cafetería de la estación. Necesitaba tomar algo caliente antes de regresar al cuartel y volver a la monotonía del día a día, de las guardias en las garitas sucias y con mil grafitis, la instrucción en el patio de armas, que se le antojaba inutil y sin sentido, y las tediosas tardes de retén. Se sentó en la barra, ensimismado y ajeno a todo aquel ajetreo que llenaba la estación con un bullicio sostenido, y en aquel murmullo, fue abriéndose paso una hermosa canción que sonaba en esos momentos en el televisor de la cafetería, una canción romántica, que se mezcló con una alquimia prodigiosa, con todo lo que sentía: el desconsuelo, la pesadez por el presente interminable y la angustia por la incertidumbre del futuro.

Se despertó con los latidos del corazón que golpeaban su pecho como los pistones de un deportivo. Suspiró con fuerza, aliviado, intentando alejar de sí la modorra y el sueño que le había traído a su mente unos sentimientos y unas emociones que creía olvidadas en los recovecos del pasado. Todavía sonaba la melodía cuando la vio a su lado dormir profundamente: tenía el rostro relajado por el sueño y por la madurez que solo da el tiempo, contempló aquella cara que le había acompañado los últimos treinta años de su vida y pensó lo lejos que quedaba el sueño que le había regalado la música. Se incorporó con extremo cuidado y con un gesto lleno de ternura levantó ligeramente las sábanas, y sin que ella se diera cuenta, la besó.

(c) Vicente Blasco Argente