La devolución


Sebastián era bajito, la tez morena, gastada, con mil pliegues, los brazos recios y nervudos y la espalda algo encorvada; del rostro, despuntaba una casi permanente sonrisa que le achinaba los ojos. Era soltero y no había salido del pueblo salvo para cumplir el servicio militar, y hacia de eso nada menos que 60 años. Acomodada su vida en torno a un espacio que no ocupaba más que unas pocas hectáreas que comprendía el pueblo y los campos circundantes, y repartía su amor entre los animales, con los que convivía, y los campos que cultivaba, extasiándose con sus colores: el rojo sangre de los tomates, el verde fresco del los pimientos, el sol concentrado en una naranja o el morado de las berenjenas que tanto recordaba a los paños con los que en Semana Santa se cubrían las imágenes religiosas. Gustaba de sentir la calidez del sol del invierno, montado en su querida mula “Chiquita”, acompasando su paso con el rítmico balanceo del cuerpo y en los abrasadores veranos saciar su sed con el agua fresca de las albercas, en cuclillas, recogiendo el agua con la concavidad de sus enormes manos. Era finales de otoño y se encontraba sentado frente al hogar, atizando las brasas, para que creciera el fuego; tenía frío, lo había sentido como si una marea de hielo se le apoderara de los huesos, pero no le inquietó lo mas mínimo. Había alcanzado una edad en que conocía las reglas de la naturaleza y tenía la certeza de que se acercaba su último invierno, y eso era algo tan natural como el que la leña que ardía en el hogar, proporcionándole calor, quedaría convertida en cenizas.

Su casa estaba en una empinada calle lo que, últimamente, le obligaba a subir resoplando y hasta pararse cada ciertos metros para recobrar aliento. Ese día, al regresar del campo, le precedía como siempre, su vieja y querida mula, que conocía el camino de regreso; llevaba el serón cargada de heno y ascendía con pasos cortos y rápidos. Pegado a sus pies trotaba su fiel perro “Chispas”: una mezcla de las razas variopintas de todo lo que andaba suelto por la calle. En la casa le esperaban dos gatos residentes astutos e independientes que iban y venían a su antojo y a los que había dado el nombre de “Pinto” y “Valdemoro“. La casa era la misma donde vino al mundo junto con su hermana: le contaron que fue un parto tan difícil, el de su hermana Carmen, que su madre no logró superarlo y quedaron entonces a cargo de su padre, un seco agricultor que tuvo que aprender a criarlos solo, con la ayuda de algunas voluntariosas vecinas que siempre auxiliaron a la familia en los peores momentos.

Tuvo una infancia privada de comodidades pero feliz en lo que recordaba. De niño le gustaba la capturar de pájaros al alba, cuando permanecen dormidos en sus ramas, poseía una tranquila paciencia para pescar carpas en el río, bajo la sombra de los chopos o actuaba con la agilidad del felino para coger a las saltarinas ranas que poblaban las charcas. Fue poco a la escuela, tan solo hasta los doce años, porque debía acompañar a su padre en las duras tareas del campo y de él recordaba su aspecto de hombre de pocas palabras, obsesionado por sacarlos adelante y sus exigencias en el cumplimiento de sus obligaciones con el trabajo, pero también evocaba de su padre como hacía la vista gorda cuando siendo un chiquillo se encandilaba observando el crecer de las habas, el movimiento ondulante e hipnótico de los campos de trigo o el oculto fruto de la patata y los cacahuetes que parecían surgir de la tierra como por arte de magia. Le gustaba, sobre todo, acompañar a su padre al monte cuando tocaba fabricar carbón. Durante esos días ambos compartían la soledad, la comida y la cena y las noches frente a la montaña de leña cubierta con tierra donde se producía la combustión de forma lenta; y a su resguardo dormían, a la intemperie y a veces su padre le contaba historias de cuando, a su juicio, la vida era más dura pero también más sencilla. A él le gustaba escuchar y sentir que los vínculos con la tierra, con la naturaleza y la propia vida era simplemente la manifestación de la propia existencia y que todo comenzaba y volvía a la naturaleza, en un ciclo sabio que quizá algún dios creó en momentos de gran inspiración. Y fue así como fue creciendo y desarrollando una capacidad natural para entender la naturaleza que le rodeaba y acabó amando aquella tierra mágica como solo aman la vida los que apenas tiene nada. Se preciaba de conocer cada árbol frutal, que para él eran como personas con su propia identidad, nacidas también de diminutas semillas; solía acariciar la fruta como si fueran criaturas vivas y hasta era capaz de sentir alegría al oír el rumor del agua de la acequia que pronto inundarían los campos para saciar la sed de las hortalizas.

Pero a Sebastián le tocó vivir tiempos duros de posguerra. La familia solo poseía pequeñas parcelas de tierra diseminados por la demarcación que apenas les permitía comer y nada más. Esa razón impulsó a que al cumplir los veintiún años, su hermana Carmen, quisiera huir de aquella pobreza y emigró, como tantas otras chicas de su edad a alguna de aquellas ciudades impronunciables de Alemania para trabajar como empleada doméstica. Sería en esa ciudad donde conocería a otro emigrante como ella, de la que acabó enamorada y con el que contrajo matrimonio, desde entonces apenas venían al pueblo, alguna vez, en estos últimos cuarenta años lo había hecho de una manera casi fugaz, justo para que pudiera conocer a sus sobrinos, que ahora ya tenían una edad con la que comenzaban a formar sus propias familias. En cada visita que le hacía su hermana, siempre le traía unas cuantas barras de chocolate, era como un guiño hacia aquella infancia común de escasez, cuando saborear el dulce cacao representaba obtener la máxima cumbre del placer que unos niños podían alcanzar.

Ahora, frente al fuego y mientras removía con intuitiva destreza la leña y acariciaba mecánicamente la cabeza de uno de sus gatos, su mente divagaba libre entre las llamas y tomaba conciencia de que debía prepararse para la siega final y esta idea en lugar de inquietarle le llenó de una extraña lucidez y un pensamiento entre todos ellos se instaló en su mente: debía devolver aquel objeto que había guardado durante tantos años en la cómoda de su pequeña habitación.

A no mucha distancia de la casa de Sebastián, Mercedes hacía labor en su casa, junto a la ventana, las piernas bajo una mesa camilla eran calentadas por un brasero eléctrico y la atención puesta en la radio mientras sus manos, ocupadas en las agujas de tejer, maniobraban con inusitada destreza. Unas pequeñas gafas sobre el puente de la nariz incrementaban su aspecto de ancianidad que a sus setenta y seis años tan bien conservaba. Vivía en la casa familiar acompañada de su hija, su yerno y solía ejercer el papel de abuela protectora, confidente y tolerante de sus cuatro nietos, de los cuales solo el pequeño vivía en casa ya que el resto estaban emancipados. Muchas tardes recibía la visita de algunas amigas con las que conversaban de los cotilleos habituales del pueblo o se daban a recordar los viejos tiempos, y en estas incursiones al pasado o bien se sumían en la nostalgia o se divertían con algún hecho gracioso. Mercedes había sido hija única y allí en la misma casa, donde ahora hacía labores al sol de la tarde, se crió entre los olores de verduras, salazones y jabones, ayudando, cuando podía, en el mostrador de la tienda que regentaba su familia. De pequeña correteaba por las calles del pueblo con un grupo de niñas, algunas de las cuales ya abuelas como ella, la visitaban a menudo, también habían chicos, que después en plena adolescencia fueron sus pretendientes en el baile con orquesta de acordeón y guitarra de los domingos, entre esos chicos, aún barbilampiños y de voz aflautada se encontraba Leonardo, quien sería después su marido. Mercedes siempre destacó entre el grupo de jóvenes; era dicharachera y animosa con madera de líder, dispuesta siempre a ser la primera en organizar cualquier actividad divertida. Distraída por el programa de la radio y por el trabajo mecánico de tejer Mercedes tardó en darse cuenta que llamaban a la puerta, y fue la frase de su hija: “¡Ya voy yo mamá!” la que le confirmó el hecho de que alguien esperaba para entrar. Oyó la apertura de la puerta y la voz de su hija saludando a Sebastián, un viejo amigo de la infancia: “¡Pasa, pasa Sebastián, mamá está en el salón, tu ya sabes el camino, yo estoy en la cocina!”. Sebastián entró a pasos lentos y se sentó frente a Mercedes, sin poder disimular un gesto de cansancio, el flexo iluminaba el rostro de Mercedes y la labor en el regazo, que permanecía ahora quieta.

—¿Qué me cuentas Sebastián?

—Vengo a verte, Mercedes.

—Ah! Pues me parece muy bien. Le diré a mi hija que nos prepare un café con leche.

— No te molestes.

Se hizo un breve silencio. Mercedes miró por encima de las gafas, como si esperara a que Sebastián hablara. Y por fin habló:

— Vengo a devolverte algo que he guardado muchos años Mercedes —su voz delataba una cierta vergüenza.

Mercedes no entendía de qué podía tratarse tan inusual prevención, Sebastián, era un amigo de cuando ambos eran pequeños, habían compartido el mismo grupo de amigos y había sido uno de tantos chicos que la sacaban a bailar. Fue amigo de Leonardo y amigo de la familia. No se había casado y siempre habían mantenido una gran relación de amistad, Mercedes creía que entre ambos no había secretos.
Sebastián sacó entonces, con extremo cuidado, un sobre y extrajo de el una foto. Se la ofreció a Mercedes reprimiendo un ligero temblor de manos. La foto era en blanco y negro aunque convertido en color sepia por los años. Perfectamente conservada mostraba a una hermosa joven de quince años que mira el objetivo con aire de presunción, lleva un vestido de colores claros, sujeto a la fina cintura con cinturón oscuro y luce una abundante cabellera que contrasta con el óvalo blanco del rostro. Mercedes observó la foto, pudo reconocerse en ella. A medida que su gastada vista se fue posando en la imagen, su rostro se fue transformando en una mueca de sorpresa.
—Oh! ¡Dios mío! Sebastián cuanto tiempo hace de esta foto...

— La he guardado todo este tiempo Mercedes, desde que me la regalaste ¿te acuerdas? Desde entonces la he conservado como un recuerdo…

Calló entonces Sebastián, era hombre de pocas palabras y ya había dicho todo lo que tenía que decir. Esbozó una sonrisa entre tímida y triste y se levantó de la silla, dio un paso atrás mientras Mercedes intentaba escrutar sus ojos, siempre huidizos. Y mientras se alejaba de aquella casa, Mercedes intuyó de inmediato muchas cosas, la mente se le pobló de recuerdos, de los gestos de generosidad que desde siempre había recibido de Sebastián, de cómo ante cualquier vicisitud de la familia, en cualquier momento de dificultad, como en la enfermedad de Leonardo, Sebastián siempre había estado allí, como un pilar de la familia dispuesto a ayudar en todo. Mercedes se conmovió al comprender que el amor no correspondido puede ser silencioso, soterrado y mudo, leal con la amistad, y sobre todo un amor que la había amparado toda su vida.

Sebastián dejó la casa y se encaminó a la suya, sentía como un alivio, como una cierta liberación de espíritu, similar a una descarga de tensión que le había acompañado sus últimos setenta años de vida. Comenzó a subir la pendiente y al rato se le hizo más fatigosa y sintió otra vez la conocida oleada de frío que le atravesó el cuerpo, apresuró entonces el paso, y por un instante se lamentó, mientras ascendía la inclinada pendiente, de que ya no fabricaría más carbón ni dormiría bajo el cielo estrellado, aunque pronto desechó esta idea y pensó que después de la cena se comería un buen trozo de chocolate y recordaría así a su hermana, pero antes debería dar de comer, como cada día hacía, a sus queridos animales.


(c) Vicente Blasco Argente