El cementerio y la memoria

Era un domingo de marzo, con el sol radiante de la mañana, el aire fresco y un cielo azul que resplandecía sin una nube. Vicente, junto con su madre y su abuela ascendían al promontorio donde se hallaba el cementerio. Las mujeres llevaban una cesta con utensilios para limpiar y el chico, que hoy cumplía ocho años, una cestilla de mimbre con la pintura y los pinceles. Iba especialmente contento porque antes de salir, había visto a su madre preparar y llevar al horno una torta de “llanda” y además, esa misma tarde, como regalo de cumpleaños, sus padres los llevarían al cine a ver una película de Joselito: “El ruiseñor de las cumbres” que se había estrenado dos años antes, en 1958, pero era normal que tardara ese tiempo en llegar una película de estreno al pequeño pueblecito del interior de la provincia. Mientras subían al Cementerio Vicente recordó las palabras de su padre:

—A partir de ahora Vicente, te encargarás de repintar los nombres de tus tíos en sus lápidas.

Era una tarea que cada año realizaba su padre, pero ahora, creía que el niño ya estaba preparado para asumir esa responsabilidad.

Su abuela y su madre iban hablando de sus cosas y Vicente tras ellas, rumiaba también las suyas. No acababa de entender por qué había dos cementerios, uno de ellos, de grandes proporciones era el católico, con su verja de hierro y sus escalinatas, era el que ocupaba más espacio y dominaba el cerro, a su lado, cuatro paredes y un portalón delimitaban el pequeño cementerio civil, destinado a los evangelistas y algún republicano que se negaban estar en suelo católico. Pese a ser pequeño, estaba limpio y lleno de flores. A Vicente, le gustaba ese cementerio, le resultaba familiar porque había ido muchas veces de visita con sus padres o abuelos.  Hoy tocaba limpieza de las tumbas y a él, por primera vez, repasar con pintura negra, los nombres y fechas de las lápidas donde estaban sus tíos. Alguna vez había entrado en el otro cementerio, pero le daba miedo, había muchos nichos y pocas flores, y ese espacio abierto le imponía temor. Prefería el de sus tíos, era más acogedor, un espacio donde reposaban los fallecidos cristianos, pero de la Iglesia Evangélica, los protestantes, a fin de cuentas, él pertenecía, junto a su madre y abuelos, a esa congregación.

Vicente sentía que su mundo, el mundo que conocía, estaba un poco dividido, entre unos creyentes de una Iglesia y otros de otra: en una había curas, en la otra, pastores o entre una ideología política que gobernaba y otra que existía a escondidas, en una había militares y en la otra los humildes. Las conversaciones en casa, cuando eran de política, bajaban el tono y susurraban, para que nadie pudiera escucharlos. Así supo que en el país había un dictador, que había ganado una guerra y que ahora, pescaba en el río Eume, en Asturias, donde le tallaron un asiento de piedra para que no se cansase, mientras firmaba penas de muerte. Ellos, en el levante, estaban muy lejos, pero podían percibir la oscuridad que cubría el país. Vicente tomó conciencia de que su familia estaba en el bando perdedor y, además, tenían unas creencias religiosas duramente reprimidas por el clero católico, estrechamente unido al dictador, al que llevaban bajo palio como si fuera un ser sagrado.

En ese cementerio que ahora Vicente había entrado, tras la apertura del portalón se vislumbraba un espacio cuidado con tumbas y nichos. La lluvia del invierno deshacía la cal y también los nombres escritos, razón por la que los familiares de los difuntos, acudían antes de Todos los Santos a limpiar, regar las flores y pintar con cal las lápidas deterioradas. Hoy les tocaba a ellos y mientras su madre encalaba y la abuela quitaba malas hierbas, él se puso a repintar las lápidas con los nombres. Su madre lo miró con atención, orgullosa, con que cuidado manejaba el pincel y el esmero que ponía. Le dio un codazo sin hacer ruido a la abuela para que se fijara en el niño, este mostraba un gesto gracioso: el ceño fruncido, la boca abierta y la punta de lengua saliendo por un lado de la boca, la pura imagen de la concentración. Vicente siguió repintando las letras medio borradas que su padre tantas veces había pintado, sin ser consciente que esa tradición, traspasada ahora al niño, le hacía asumir un propósito: preservar la memoria de sus antepasados y mantener su recuerdo.

Hoy después de sesenta y tres años desde ese día, y tras una vida en la que ha ido viendo morir familia y amigos, se ha sentado en su estudio de pintura y ha dejado que la pluma se deslizara sobre el papel y que la memoria, como otras veces, hiciera el resto. El resultado ha sido un boceto rápido que refleja el recuerdo que vivió ese día y se ha dado cuanta, con sorpresa que, tras tantos años, ha continuado manteniendo el mismo propósito que asumió siendo niño.



Boceto de Vicente, evocando los recuerdos del cementerio donde repintaba las lápidas.


(c) Vicente Blasco