El cementerio y la memoria
—A partir de ahora Vicente, te encargarás de repintar los
nombres de tus tíos en sus lápidas. Era una tarea que cada año realizaba su padre, pero ahora,
creía que el niño ya estaba preparado para asumir esa responsabilidad. Su abuela y su madre iban hablando de sus cosas y Vicente
tras ellas, rumiaba también las suyas. No acababa de entender por qué había dos
cementerios, uno de ellos, de grandes proporciones era el católico, con su
verja de hierro y sus escalinatas, era el que ocupaba más espacio y dominaba el
cerro, a su lado, cuatro paredes y un portalón delimitaban el pequeño cementerio
civil, destinado a los evangelistas y algún republicano que se negaban estar en
suelo católico. Pese a ser pequeño, estaba limpio y lleno de flores. A Vicente,
le gustaba ese cementerio, le resultaba familiar porque había ido muchas veces
de visita con sus padres o abuelos. Hoy
tocaba limpieza de las tumbas y a él, por primera vez, repasar con pintura
negra, los nombres y fechas de las lápidas donde estaban sus tíos. Alguna vez
había entrado en el otro cementerio, pero le daba miedo, había muchos nichos y
pocas flores, y ese espacio abierto le imponía temor. Prefería el de sus tíos, era
más acogedor, un espacio donde reposaban los fallecidos cristianos, pero de la
Iglesia Evangélica, los protestantes, a fin de cuentas, él pertenecía, junto a
su madre y abuelos, a esa congregación. Vicente sentía que su mundo, el mundo que conocía, estaba un
poco dividido, entre unos creyentes de una Iglesia y otros de otra: en una
había curas, en la otra, pastores o entre una ideología política que gobernaba
y otra que existía a escondidas, en una había militares y en la otra los humildes.
Las conversaciones en casa, cuando eran de política, bajaban el tono y
susurraban, para que nadie pudiera escucharlos. Así supo que en el país había
un dictador, que había ganado una guerra y que ahora, pescaba en el río Eume,
en Asturias, donde le tallaron un asiento de piedra para que no se cansase,
mientras firmaba penas de muerte. Ellos, en el levante, estaban muy lejos, pero
podían percibir la oscuridad que cubría el país. Vicente tomó conciencia de que
su familia estaba en el bando perdedor y, además, tenían unas creencias
religiosas duramente reprimidas por el clero católico, estrechamente unido al
dictador, al que llevaban bajo palio como si fuera un ser sagrado. En ese cementerio que ahora Vicente había entrado, tras la
apertura del portalón se vislumbraba un espacio cuidado con tumbas y nichos. La
lluvia del invierno deshacía la cal y también los nombres escritos, razón por la
que los familiares de los difuntos, acudían antes de Todos los Santos a limpiar,
regar las flores y pintar con cal las lápidas deterioradas. Hoy les tocaba a
ellos y mientras su madre encalaba y la abuela quitaba malas hierbas, él se
puso a repintar las lápidas con los nombres. Su madre lo miró con atención,
orgullosa, con que cuidado manejaba el pincel y el esmero que ponía. Le dio un
codazo sin hacer ruido a la abuela para que se fijara en el niño, este mostraba
un gesto gracioso: el ceño fruncido, la boca abierta y la punta de lengua saliendo
por un lado de la boca, la pura imagen de la concentración. Vicente siguió
repintando las letras medio borradas que su padre tantas veces había pintado,
sin ser consciente que esa tradición, traspasada ahora al niño, le hacía asumir
un propósito: preservar la memoria de sus antepasados y mantener su recuerdo. Hoy después de sesenta y tres años desde ese día, y tras una vida en la que ha ido viendo morir familia y amigos, se ha sentado en su estudio de pintura y ha dejado que la pluma se deslizara sobre el papel y que la memoria, como otras veces, hiciera el resto. El resultado ha sido un boceto rápido que refleja el recuerdo que vivió ese día y se ha dado cuanta, con sorpresa que, tras tantos años, ha continuado manteniendo el mismo propósito que asumió siendo niño.
Boceto de Vicente, evocando los recuerdos del cementerio donde repintaba las lápidas. (c) Vicente Blasco
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