El hermano menor

La abuela iba arriba y abajo con su taza de hierbas curativas, aunque nada hacía que me bajara la fiebre.

— Bebe un poquitico que verás cómo se te pasa.

Pero ni la fiebre bajaba ni las tos remitía, y esto, era lo peor, porque tras un acceso de tos me quedaba congestionado y con el rostro rojo púrpura, y este color hacía que mi madre abriera los ojos como platos y corriera de un lado a otro sin saber qué hacer. Mi hermano Tomi, a un lado, en silencio, tenía los ojos del tamaño de mi madre y el rostro pálido de miedo. La abuela, puso un poco de orden en la situación y le dijo a mi madre:


— Anda Anita ve a buscar a Don Agustín.

Y don Agustín, el imponente médico que vivía en una gran casa a las afueras vino con su coche a verme. Don Agustín tenía la voz bien modulada y segura de quienes están acostumbrados a dominar situaciones de peligro. Además el buen doctor, pasaba temporadas como médico en un crucero en el mar, y esto hacía que su prestigio creciera entre aquellas gentes del pueblo, muchas de las cuales no habían salido nunca de allí. Se sabía que el médico, en sus viajes, se codeaba con gente de alta alcurnia, autoridades civiles y militares, diplomáticos y aristócratas, y no por ello, dejaba de regresar al pueblo, lo que causaba gran admiración a sus pacientes, que lo veían como un ser de otro mundo, que a veces en su generosidad, se acercaba al nuestro.

Don Agustín aparcó el coche en la calle y entró con su maletita de cuero a la casa.

Mi madre lo guió hacia mí.

—Traedme una cuchara, por favor — pidió el médico, y antes de que elevara la mano para esperarla ya la tenía frente a él.

Mi hermano Tomi, desde el marco de la puerta, observaba con detenimiento los manejos del médico. Pude adivinar que el miedo se le iba disipando de su rostro pero otro sentimiento se la iba ocupando, la ira. Sé que él pensaba que el doctor iba a hacerme daño, y ese dolor que me podía causar a mí, le dolía a él multiplicado.


Don Agustín me hizo abrir la boca y con el mango de la cuchara deprimió mi lengua para verme las amígdalas. Le bastó un segundo para descubrir que ellas eran el origen de la fiebre.


— Son anginas. Están inflamadas con pus. Le daremos aspirina y este antibiótico.

—¿Y la tos? — preguntó la abuela

— La tos es de un resfriado común. Eso se irá con la aspirina Anafé. —¡Ay! gracias don Agustín, añadió mi madre.

Se cruzaron algunas palabras más que no llegue a oír porque mi hermano Tomi se había acercado a mí y me hablaba en un susurro.

—¿Te ha hecho mal (daño?)— me preguntó con ansiedad.

—No, no— repuse yo. Solo un poco de agonía (asco) con la cuchara.

— Es que si te ha hecho mal, ¡voy y le pincho el coche!

Le sonreí agradecido, porque sabía que lo hubiera hecho por mí, preocupado como estaba porque a mi nada me ocurriera. Aquél día fue cuando descubrí que él, que era más pequeño que yo, pero crecía también más fuerte que yo, había asumido que debía cuidarme y vigilarme, y que como un designio de la vida, yo me había convertido en su hermano menor.

(4 de mayo de 2020)

(c) Vicente Blasco Argente