El último y primer viaje

Sabía a lo que me arriesgaba cuando acepté la misión, así que ahora no podía quejarme. Me llovían piedras y cascotes de modo que aceleré los motores e intenté franquear los obstáculos que se interponían en la carretera. Bueno, llamar carretera a la pista de polvo y piedras era muy optimista, pero es una de las dos únicas vías de acceso a la ciudad autónoma a la que me dirijo. He aceptado el encargo porque el gobernador necesita con urgencia la carga que llevo y paga bien. De haber esperado a la escolta militar, como los demás transportes, tendría que esperar cuatro días más y el precio de la carga hubiera sido el habitual. No me pareció mal negocio aceptar el trabajo por cinco veces su precio, y unas vacaciones sin trabajar me irían como anillo al dedo, podría hacerle un buen mantenimiento a mi vehículo y desconectarme con una dosis de 2RS5, aunque ahora con los primeros ataques de los sinnada me estaba obligando a replantearme la decisión.

Sorteé el primer obstáculo y accioné las sirenas, al menos el sonido estridente podía asustarlos. Pero me equivocaba, la turba seguía arremetiendo contra el vehículo. Frente a mí, habían excavado un agujero de proporciones enormes lo que me obligaba a salir del camino a una velocidad lenta para poder rastrear el suelo en busca de alguna trampa. Las cámaras de visión periférica y los sensores de infrarrojos mostraban que no me equivocaba; el terreno estaba plagado de troncos enterrados cuyas puntas afiladas tenían un claro objetivo: reventar los neumáticos. Disponía de un sistema que podía mantener las ruedas funcionando pese a un pinchazo, pero en esas condiciones, tenía que reducir la velocidad, lo que me dejaba en clara desventaja. En las imágenes que me transmitían las cámaras pude ver el aspecto famélico de los sinnada y comprendí su estado de desesperación. Ellos viven, o mejor dicho, malviven fuera de las ciudades autónomas, ciudades pobladas por gente bien alimentada bajo la tutela del director general o gobernador con cargo vitalicio; las ciudades se abastecen de energía gracias a sus plantas nucleares y disponen de agua y alimentos para todos gracias a la milimétrica y estricta organización interna. Las ciudades autónomas mantienen un vigilante control de natalidad y la administración se ocupa de que se cumplan las normas a rajatabla y cualquier ciudadano que no cumpla sus obligaciones es expulsado de la ciudad. En realidad las ciudades se parecen a las antiguas fábricas en la que los obreros trabajaban por un salario, aunque ahora los ciudadanos lo hacen bajo la amenaza de la expulsión, y su trabajo consiste en producir un único producto que es la moneda de intercambio con otras ciudades. Hay ciudades que funcionan como fábricas de vehículos autopropulsados, como ciudad Ford, o como industrias farmacéuticas como Ciudad Roche o producen carne y alimentos como Ciudad Granja o Ciudad Vegetal, en todos los casos, sus ciudadanos son obreros, están especializados en producir algo con lo que comerciar: alimentos por máquinas o herramientas por vehículos o utensilios por tejidos. Oía los gritos de los sinnada y me asaltó, de pronto, algo parecido a un sentimiento de pena al verlos rodearme con su aspecto harapiento, pero el sistema de control se encargó de suministrarme una buena dosis de adrenalina que evaporó, de inmediato, cualquier atisbo de sentimentalismo.

Yo no puedo recordar en qué ciudad nací, porque tras el accidente me borraron la memoria y me programaron solo para conducir un transporte blindado entre ciudades. Al principio los vehículos blindados, como el mío eran automáticos, y estaban guiados por una computadora, pero las continuas bajas por los ataques de los sinnada llevaron a los constructores de vehículos a sustituir la computadora electrónica por otra humana. Y resultó un éxito. Los humanos podíamos reaccionar ante un imprevisto y salir del trance con relativa facilidad. Por eso insertaron mi cerebro en el interior de una cápsula de control, apenas ocupo un espacio de cincuenta centímetros cuadrados, rodeado de los sistemas que generan oxígeno y el que me proporciona los nutrientes. No sé lo que fui antes, lo único que sé ahora es que mi misión es solo una: conducir el vehículo.

Pude sortear las afiladas púas gracias a las cámaras, pero la reacción de los sinnada fue del todo imprevista, frente a mí se elevaba una lengua de fuego que me obligó a frenar en seco, y bastaron esos segundos, para que alguno de ellos, saltara encima del transporte. Oí sus pasos y los gritos de furia. Accioné los dispositivos de protección externa, confiando, que el generador de alta tensión suministrara una buena cantidad de energía a la malla metálica que rodeaba el vehículo. Eso no solía fallar. Pero tras las descargas eléctricas seguía oyendo los pasos y los golpes mientras retrocedía hacia el camino y ordenaba a las cámaras periféricas que me mostraran la parte superior del vehículo, justo allí desde donde se oían los golpes. Las imágenes me dieron la explicación: los sinnada estaban encima y llevaban puestos guantes y mocasines de goma, lo que les aislaba de la tensión. Algunos llevaban herramientas de madera con puntas de metal con lo que trataban de abrir una brecha en el techo: no podía imaginarme de donde podían haber sacado las protecciones ni las herramientas, pero poco importaba ya, porque la situación era delicada. Debía pensar rápido de lo contrario lograrían su propósito. Quizá una rápida aceleración desestabilizara a los que tratan de perforar el techo. Traté de ganar el camino de retorno yendo marcha atrás, para una vez en terreno plano, largar la máxima potencia de los cuatro motores más el auxiliar. Pero los golpes cesaron de golpe. Algo está ocurriendo. Entonces tuve sueño.

Desperté. Me habían administrado alguna sustancia a través del módulo de supervivencia. Es curioso pero no tenía miedo. Intenté accionar los mecanismos del control del motor, pero era inútil. Estaba desconectado del vehículo, solo funcionaban los sensores básicos: la cámara de visión cerebral, la auditiva y el conversor de voz, y es a través de la cámara frontal que suple mis ojos que vi su rostro y tras él adiviné unas sombras.
Era un rostro sereno de un hombre menudo y frágil que parecía tener unos sesenta años, en sus ojos no había sombra de odio sino una extraña mezcla de curiosidad y compasión. Era el jefe del grupo. Sus movimientos eran lentos y parsimoniosos y denotaban esa autoridad que nace de sus propios principios.

—¿Me puedes ver? No queremos hacerte daño — me dijo, acercando su rostro a la cámara de visión.

Respondí con mi voz sintetizada que le veía y él continuó a con una voz que se torna persuasiva y hasta implorante.

— Te necesitamos.

— No sé en qué puedo ayudaros. Mi misión es llevar la carga a la ciudad - lo dije sin resentimiento alguno, como un autómata programado que ejecuta sus instrucciones, aunque mi cerebro hervía por las preguntas que quiero hacerle.

Y él prosiguió:

— Tu misión se ha acabado. Estamos lejos de la ciudad. No tienes de qué preocuparte, porque no vamos a hacerte daño. Solo deseamos que nos ayudes a salir de estas tierras. Sabemos que hay comunidades libres en otros lugares y queremos ir en su busca.

Hizo una pausa como para coger aire y ordenar sus pensamientos y continuó como si adivinara mis pensamientos. Es entonces cuando comienzó a hablar, con esa voz pausada y profunda que por su perfecta vocalización se me antoja la de un viejo maestro.

— No hace falta que te diga que vivimos en situación muy precaria y padecemos hambruna porque fuera de las ciudades la tierra está asolada y agotada de recursos.

— Sí, lo sé.

— ¿Pero sabes su origen? ¿Cómo comenzó todo?

— ¿La gran catástrofe? — aunque mi voz sonaba metálica y con tono monocorde, el líder del grupo captó mi desconocimiento de la “La gran catástrofe”, algo que me sonaba a historia antigua. Él continuó:

— Deberías saber que la culpa de todo lo que nos sucede, del maldito destino que nos toca vivir es la propia codicia del ser humano. Ese ser humano que en su espiral de consumo llegó a la autodestrucción. La gran catástrofe se fue produciendo poco a poco mientras la autocomplacencia y desidia de gobiernos y naciones fueron eludiendo su responsabilidad. Cuando se dieron cuenta del problema ya era demasiado tarde. Con el cambio climático se produjeron alteraciones irreversibles, el ecosistema sufrió importantes transformaciones que acarreó tremendas catástrofes naturales y la economía mundial se colapsó. En esas circunstancias ninguna nación podía cuidar de sus ciudadanos, se desmoronó tanto la autoridad como las infraestructuras, y en unas décadas se fue fragmentando la sociedad en pequeñas ciudades autónomas que permitían sobrevivir con unos mínimos niveles de comodidad.

Hizo una pausa para ordenar de nuevo sus pensamientos o quizá para darme tiempo a que asimilara yo su discurso.

— Rotos los países ricos, empobrecida y asustada su población fue presa fácil de quienes prometían bienestar a cambio de libertad, y así surgieron los líderes gobernadores de las ciudades y el pueblo aceptó, casi de inmediato, a quien podía garantizarle la supervivencia a cambio de la libertad. Y los países ricos se rompieron formándose miles de ciudades autónomas en la que cada una de ellas existía una única autoridad y los países pobres se sumieron aún más en la pobreza, convirtiéndose en los sinnada, a los que se sumaban los expulsados del paraíso, es decir, de las ciudades. Ya no hay futuro para nosotros aquí, porque el futuro está lejos, en territorios donde la destrucción no llego a acabar con sus formas de vida.

Hay otra larga pausa. Todos miraban al líder como esperando el final de sus palabras, porque sabían que lo importante venía ahora. La utopía:

— Queremos formar de nuevo pueblos y ciudades, sin miedo a las expulsiones, lejos de estas tierras donde el hombre vive en cautividad, sin que él lo sepa. Te necesitamos.

—¿Pero qué puedo hacer yo? — pregunté justo cuando empezaba a comprender el objetivo de mi captura.

— Solo los transportes como tú nos pueden sacar de aquí. Hemos conseguido combustible.

— ¿Pero que gano yo con todo ello? Estoy programado para conducir, no puedo hacer otra cosa, fuera de las ciudades no me podré alimentar y pereceré.

Fijó su mirada de viejo maestro en mi cámara y de nuevo pude captar sus ojos, pero ahora ya solo veía en ellos compasión.

— Te ofrezco una única cosa: recuperar tus recuerdos, tu memoria, tus sensaciones. Nada más que eso. Si después quieres ayudarnos lo haces y
si no, te dejaremos libre, con tu trasporte para que marches a las ciudades y continúe tu vida. No sabemos qué futuro nos aguarda, pero estamos seguros que algún día lograremos salir de aquí.

Pasaron varios días. El maestro me había dejado conectado para que pudiera ver como era su pueblo. Vivían en alguna zona del bosque, había casas de madera y barro, pequeñas cabañas en torno a una enorme cueva donde parece que sacaban el agua. Las construcciones seguían un patrón ordenado, con una calle principal que accede a la cueva. Había niños correteando entre las casas, mujeres y hombres que cultivaban una tierra a la que parecen arrancarle con dificultad sus frutos. No parecía que hubiera mucha agua. Pero la gente sonreía aun en su pobreza, y parecían seres libres.

Han pasado varios días y ya he tomado mi decisión. Y ya ha llegado la hora de enfrentarme a mi destino. Me han entrado en la cueva, hay una zona con camillas y mesas que me recuerdan vagamente un hospital. El maestro, junto con varias personas más se me acerca y me muestra un vial con unas sustancia transparente en su interior.

—Esta es la droga que hará que recuperes los recuerdos. Aún estás a tiempo.¿Aceptas la prueba? Recuerda que puedes volverte atrás.

Mi voz hubiera temblado de no ser porque el sintetizado construía las palabras mecánicas.

—Solo tengo una palabra y ya la he dado.

Ahora estoy esperando a que se produzca el experimento. No puedo negarme a aceptar este reto en mis condiciones, despojado como estoy de parte de mi mismo y de mi propia libertad. Soy un esclavo comparado con este pueblo libre de los sinnada que sueñan con una vida lejos de aquí.

Comienzan a inyectarme el vial en la entrada de nutrientes cerebrales, de inmediato lo noto. Hay una explosión interna, como si se fragmentara algo en mi interior y miles de imágenes me abarrotan el cerebro: noto un abrazo y el pecho caliente de mi madre, soy un bebé, acunado entre canciones y vaivenes suaves, veo a mi padre sonreí complacido y a mis hermanos jugar conmigo. Me hacen cosquillas. Río hasta casi ahogarme y me siento contento. Todo parece pasar muy deprisa. Estoy en el colegio, hay flores en el patio y huelo su perfume, los chicos corretean tras una pelota, alguien la encarama en la copa de un árbol. Soy yo quien repto a por ella, la lanzo y los chicos me vitorean. He crecido tengo otros compañeros. Trabajo con mi padre en su taller. Me doy cuenta que estoy contento, es verano y nado en una playa con mis hermanos, las olas arremeten con mi cuerpo y lucho contra ellas. Río y siento el cuerpo como algo vivo y dinámico. Estoy enamoro de una chica. Sus ojos me parecen lo más bello que he visto nunca. Noto su mano apretar la mía: el aroma de su pelo es un perfume que me enloquece. Quiero besarla y siento latir mi corazón como si se anticipara a la felicidad. Mamá ha envejecido y mi padre parece un viejo cansado. Algo está sucediendo en el mundo. La televisión no habla de otra cosa, los mares parecen haber enloquecido y enormes olas destruyen las costas. Tonados arrasan pueblos enteros. La sequía ha convertido al agua el bien más preciado. La economía se hunde. Mi padre cierra el taller ante el temor a los asaltos. ¿Es que todos se han vuelto locos? Ahora soy soldado. No se adonde nos llevan pero todos callamos bajo el ruido ensordecedor de las aspas del helicóptero. Tengo miedo. Siento la explosión y el dolor. Estoy en un hospital. Despierto y veo, no ya con mis ojos. Oigo, pero no tengo oídos. Alguien me habla. Me pregunta mi nombre: con una voz que ya nos la mía y le respondo que no tengo nombre, que no sé quién soy. Entonces ese hombre dirigiéndose a otros que no alcanzo a ver dice les dice: “Está todo perfecto. Ya está listo”. Conduzco mi vehículo y ante mi solo hay carreteras, líneas que se pierden en el horizonte entre la oscuridad y brumas. Pero comienza a disiparse la niebla de mi mente y a constatar que vivo en un estado que me lleva a otra realidad, a otra vida, y siento nostalgia por el pasado y una extraña congoja por la pérdida de un mundo y una vida que me fueron arrebatados, y entonces me invade la rabia y una recuperada sensación que me hace sentir vivo: tengo ganas de llorar.

Ahora conduzco el vehículo atravesando valles y bosques vacíos aunque confío en llegar pronto a algún lugar. El maestro viaja conmigo y él como todos los demás parecen saber a dónde vamos. Son los primeros hombres y mujeres que se dirigen a crear una nueva sociedad. Me siento como la cáscara de una semilla que transporta en su interior algo que germinará un día. Y me siento feliz por ello. Y aunque sé que no podré durar mucho sin nutrientes, tampoco eso me importa demasiado porque ahora en mi interior viajan mis recuerdos y sé que ellos me acompañaran hasta el final.

©Vicente Blasco