Escuelas Parroquiales

Los recuerdos retornan del pasado abriéndose paso lentamente hasta mí al contemplar una foto. Es una vieja foto de escuela en la que puede verse un grupo de niños, veintiocho en total, unos están de pie y el resto sentado en el suelo. Tras ellos una pizarra en la que se lee en caracteres de gran tamaño “Felices Vacaciones” junto a un sencillo dibujo que representa a dos escolares con sus carteras sosteniendo un cartel con la inscripción “Fin”. La foto probablemente fue tomada al finalizar el curso escolar del año 1965 ó 1966 y el grupo de niños entre los que me encuentro, éramos todos alumnos de las Escuelas Parroquiales.

Había por entonces dos escuelas en el pueblo, ambas situadas a las afueras, en dirección al cementerio; una de ellas denominada “Escuelas Nacionales” era pública y gratuita mientras que la otra de pago las “Escuelas Parroquiales” pertenecía a la parroquia. Estaban una junto a la otra, separadas por los patios de recreo y una valla por la que se podía espiar y ver que hacían los “otros”. Existía una cierta rivalidad entre los alumnos de las dos escuelas, que a veces se dirimía en una batalla campal a base de apedrear al enemigo. El estado de los patios nos proporcionaba abundante munición y la frontera natural de la valla, protección ante el cuerpo a cuerpo. En los frecuentes choques con “los nacionales” estos ganaban casi siempre, no solo eran superiores en número sino además en puntería. Nadie podía entonces imaginar que, como una paradoja histórica, un día acabaría la “guerra” y todos nos integraríamos en la misma escuela.

Pero volvamos a las Escuelas Parroquiales: estaban formadas por un solo edificio de forma rectangular que albergaba dos aulas a sus extremos; una destinada a las chicas y la otra para chicos. Aunque cada aula tenía su propia puerta de entrada, una vez dentro las dos aulas se comunicaban por un largo pasillo, a cada lado del cual había otras dependencias además de los lavabos: un despacho para los maestros, una pequeña cocina, donde las chicas mayores calentaban y preparaban leche que después distribuían al resto de niños. Y por último, junto al aula de las chicas estaba el cuarto donde en Navidad se montaba el belén; un hermoso belén, con serrín de colores en lugar de tierra y caudalosos ríos de papel de aluminio.

En nuestra aula coexistían alumnos de varios cursos y por allí pasarían mis dos primeros maestros, el primero de ellos fue Don Joaquín Mota; su recuerdo me trae de manera borrosa la imagen de un hombre alto, calvo con bigote fino sobre la comisura de los labios, siempre muy serio y estricto. Era temido por sus severos castigos, usaba una larga regla de madera con la que pegaba con dureza sobre la palma de la mano de quien sorprendía hablando en clase, o bien del que ignorante de la lección era llamado “a la pizarra”.

Mi otro maestro, del que guardo un recuerdo más preciso era Don Francisco Javier Benito; exhibía una generosa cabeza sobre un cuerpo de mediana estatura, brazos musculosos y cortos, la piel oscura y manos finas bien cuidadas. Con su cara perfectamente rasurada, cada mañana abría la puerta del aula y dejaba a su paso un perfume a loción de afeitado. Ejercía el magisterio con vocación y aplicaba una disciplina firme y en ocasiones dura, sin llegar a los extremos de Don Joaquín Mota. A veces daba cachetes, tiraba de las orejas o soltaba algún bofetón que él con un punto irónico llamaba soplamocos.

Yo que venía de un ambiente sobreprotegido, dado mi carácter enfermizo, pegado como estaba a las faldas de mi enérgica abuela, llegar a aquel mundo de la escuela y ver que se castigaba de aquella manera me dejó inquieto y espantado: sentía un temor inconsciente y atávico a que me golpearan sobre todo en la cabeza. Aunque a decir verdad el peor castigo, al menos para mí, consistía en que el maestro me obligara a estar “hasta las 8 “, dos horas después de la hora normal de salida, justo cuando acababa con los alumnos que hacían repaso.

Estábamos en fila india y el maestro Don Francisco preguntaba uno tras otro las tablas de multiplicar; quien respondía correctamente recibía un movimiento de cabeza del maestro cuyo significado podía traducirse como: “muy bien”. Pero si la respuesta era incorrecta fácilmente podía caerte un castigo.

A mí me atormentaban las tablas de multiplicar y la lista de preposiciones propias. Me esforzaba en aprendérmelas, pero era incapaz de memorizar aquella ristra de números o palabras.

Rezaba en la fila para que no me preguntara la del siete.

—Vamos a ver Salvador, cinco por seis…

—¡Treinta! — respondía rotundo.

—A ver tú Enrique, nueve por ocho…

—… ¿Setenta y dos?— respondía un poco dudoso Enrique, pero el maestro daba el cabezazo de aprobación.

Y tras Enrique venía yo, alertado y en tensión esperaba la pregunta con ansiedad y miedo, confiando en que no se cumplieran mis malos presentimientos...

—Vicente, siete por siete…

Pero se cumplieron. Un hormigueo que comenzaba en el fondo del estómago subía imparable hacia la cabeza y allí estallaba borrando todo razonamiento; la mente en blanco.

— ¿?

—Qué pasa Vicente, ¿no lo sabes? …

Apenas un murmullo.

—...no...

—Bueno... Vicente. Pues ya sabes: ¡Castigado hasta las ocho, a ver si así te las aprendes!

Y entonces el mundo se me venía abajo.

A partir de las seis, todos se iban y se quedaban los alumnos de repaso y yo, sentado en un solitario pupitre comenzaba un particular camino al infierno: “Tengo miedo… Estoy solo… Mis padres no saben que estoy aquí ¿se preocuparan? ¿sufrirán? … Todos mis amigos están ya en sus casas ¿por qué yo no? No tengo memoria, no puedo hacer nada... tengo miedo. A ver si me mira el maestro y se da cuenta que estoy aquí... sí... Si mira y me ve igual me levanta el castigo... Pero, no mira... no mira... estoy solo. Mis padres no saben que estoy aquí ¿se preocuparan? ¿Sufrirán? Todos mis amigos están ya en sus casas ¿por qué yo no?”. Y así estaba, obsesivo, deslizándome por una espiral vertiginosa cuyo trayecto te lleva cada vez a zonas más profundas e incontroladas. De pronto, de las profundidades surge una idea con fuerza que interrumpe el continuo monologo interno. Me levanto y camino hacia la mesa del maestro.

—Don Francisco ¿puedo ir al váter? —ni siquiera me mira, enfrascado con los de repaso.

—Sí, sí... ve.

Ya en el váter, agitado y tembloroso, toma cuerpo la única idea que controla mis actos: huir. Me aúpo en la pequeña ventana que da al patio trasero y salto fuera; corro hacia la verja de salida la abro rápidamente y no paro de correr hasta llegar a casa, donde llegaré sin aliento. Después vendrán las reprimendas, pero eso nada me importaba con tal de salir de aquella situación de angustia.

Aquellas primeras experiencias hicieron que temiera al maestro, más que temerle le odiaba y en mi odio ciego buscaba el cómo hacerle daño de la única irracional manera que yo sabía: dibujando su cuerpo en un papel y recortando la silueta como un monigote para clavarle después agujas en un siniestro vudú casero. Pero el destino y la casualidad a veces se alían juntas para divertirse a costa de los humanos porque yo acabaría un verano residiendo con él y sus padres en su casa, concretamente en las dependencias de la cárcel provincial de Lliria… pero esto es otra historia…

Don Francisco residía en la Fonda Pura, situada cerca de la casa de mis abuelos (donde vivíamos por entonces) y muchas noches venía a jugar una partida de ajedrez con mi padre; se fumaban varios cigarrillos se tomaban una copa de coñac “Terry” y hasta mañana Don Francisco. El día que salí huyendo de la escuela Don Francisco no faltó a la cita. Yo salía a jugar a la calle cuando le vi acercarse a casa. Tras un momento de duda decidí entrar dentro de la casa y en mi turbación fui a esconderme en la pequeña despensa que había junto al comedor. Ellos se dispusieron a jugar al ajedrez, sabedores de que me había escondido allí. A oscuras, en silencio, permanecí no sé cuánto tiempo, hasta que mi padre abrió la puerta:

—Que pasa “culiche”, ¿te has escapado de la escuela?

Salí de la oscuridad avergonzado, sin decir nada. Habló entonces Don Francisco:

—¿Que te ha pasado? ¿No te gusta la escuela?— intentaba confraternizar el maestro.

—No…no es eso…

—¿Qué es pues Vicente? ¿No quieres estudiar?— me interrogó mi padre ahora con el semblante más serio. Entonces yo rompí a llorar.

—Alfonso, tomó la palabra el maestro dirigiéndose a mi padre, que me miraba entre sorprendido y disgustado. —Lo mejor es que se tranquilice Vicente. Mira, vamos a hacer una cosa que se tome una semana de vacaciones, que no venga a la escuela ¿vale Vicente? A ver si así se te pasa todo esto, ¿de acuerdo?
Yo asentí entre sollozos, liberado de tan pesada carga.

Tras varios días de “descanso” me fui tranquilizando. Me pasaba el día leyendo tebeos o escuchando la radio. Lo que más me gustaba era las radionovelas de la tarde. Me sentaba junto a la abuela y un grupo de vecinas que venían a coser con ella, escuchaban hechizadas las adversidades de la pobre “Amarosa”. A veces intentaba pensar en que sería de mí en el futuro pero por más que me esforzaba no alcanzaba a ver más allá de la escuela y el taller. Fue mi padre quien uno de esos días me habló sobre el tema de la escuela:

—Vamos a ver Vicente. ¿A ti te gusta la escuela?

—No - respondí rotundo.

Pensó un momento. Aspiró el humo de su inseparable cigarrillo de picadura y entonces dijo con tono amable.

—Mira culiche si no vas a la escuela lo único que puedes hacer es ser pastor. Los pastores no necesitan ir a la escuela, se pasan el día en el monte con las ovejas, así que si tú quieres ir a la escuela y estudiar, muy bien, pero si no quieres ir a la escuela podemos hacer que seas pastor, hablaré con un pastor que conozco para que le acompañes y así aprendes ¿vale? Tú te lo piensas y ya me dirás lo que quieres hacer.

Durante unos días la idea de ser pastor me sedujo: me imaginaba en el monte, bajo la sombra de un algarrobo comiendo pan con queso y mirando como las ovejas en el prado eran vigiladas por el perro. Pero cuanto más vueltas le daba al asunto más pegas le encontraba: “¿Y si llueve qué?, ¿Y si hace frío?, ¿Tendré que comer siempre queso?, ¿Y si el perro no me obedece, que hago entonces?” Los argumentos iban cogiendo cada vez más peso: “¿No podré leer tebeos? ¿Ni cambiarlos con los amigos?” Hasta que la razón se impuso al deseo: “¡Estoy seguro que me dará vergüenza ser pastor! Y además me aburriré... me aburriré mucho en el monte... en la escuela no me aburro... ¿Y si me preguntan por las tablas? ...bueno... ¡menos las del siete las demás...! ¡ya casi me las sé todas…!”

Y así fue como volví de nuevo a las Escuelas Parroquiales, dejando atrás una semana de meditación y pastoreo. Entonces aún no podía imaginarme que las escuelas me iban a deparar nuevos y excitantes acontecimientos, y estos más alegres, porque iba a descubrir el fantástico mundo que habitaba en la otra aula de la escuela: las chicas de Doña Conchita.

(c) Vicente Blasco Argente