La
carta del doctor Ortiz
Dos días antes de que el doctor Ortiz muriera,
sabedor de lo fatídico de su enfermedad, se encerró en su
pequeño despacho y escribió durante horas, con su fina y
pulcra letra, una larga carta de despedida para su familia y sus pacientes.
Las primeras dos páginas iban dirigidas a su esposa Ofelia sus
tres hijas, dos yernos y cinco nietos, y en ellas explicaba lo feliz que
se sentía de poder haber disfrutado de tanta y buena familia y
les alentaba a seguir unidos como hasta ahora y a ocuparse de mamá
para que no le faltara de nada. Exponía sus últimas voluntades
en los más mínimos detalles, con gran meticulosidad, como
era él, y les daba instrucciones sobre qué hacer con el
consultorio y a quién regalar su preciado y caro instrumental clínico,
comprado con mucho esfuerzo, y que tantos años le habían
acompañado; disponía en la carta que debían llevarlo
al pueblo donde trabajaba su viejo amigo el doctor Sugrañes, quien
a buen seguro podría seguir utilizándolo en beneficio de
sus pacientes. Al final de tercera página, antes de despedirse,
daba instrucciones de qué hacer con el resto de las veintitrés
páginas restantes, porque a partir de la tercera página
y hasta el final del documento, la carta estaba dirigida a sus pacientes,
dedicando un párrafo a cada uno de ellos.
Así fue como al morir el doctor Ortiz y siguiendo las últimas
voluntades, su viuda, la señora Ofelia, comenzó a llamar,
paciente por paciente, para leerles el párrafo que les dedicaba:
—Agustina, recuerda que tienes la tensión alta y has de comer
sin sal. No te preocupes por el sarpullido que te sale con los calores,
no es nada grave, cuando aparezca procura no rascarte y lávate
con agua de manzanilla y, sobre todo, mantelo bien aireado
—Juan, ya sabes que tienes gota y has de procurar no comer mucha
carne y no beber tanto. Cuando tengas una crisis aguda de dolor ve a la
botica y que te de algún medicamento que lleve “Indometacina”,
tómatelo una vez al día con bastante agua.
A cada paciente le daba algún consejo práctico sobre su
salud. Los conocía a todos ya que durante los últimos cuarenta
y ocho años de su vida los había dedicado a la medicina
rural, en aquel pueblo donde llegó con apenas veintiocho años.
Tras acabar la carrera y sus dos años de prácticas en un
hospital, este había sido su primer y último destino. Al
principio le costó que lo aceptasen, le veían tan joven
que nadie parecía confiar en sus habilidades como médico.
Bastó que asistiera a un parto complicado en el que la comadrona
del pueblo no conseguía hacer parir a la joven madre, y que curara
de sus habituales llagas de montar a caballo a don Pancracio Roldán,
que prácticamente era el ganadero más rico del pueblo, para
que todo el mundo cambiara de opinión y considerara al joven doctor
Ortiz como una eminencia tan sabia o más que el viejo curandero
Raimundo Pozuelo, al que acudían para que les sanará cuando
no había médico. Poco a poco, el doctor Ortiz fue haciendo
su clientela entre las gentes de aquel pueblo perdido en la sierra, gentes
que parecían desconfiadas y hoscas al principio, pero que el doctor,
una vez logro penetrar en su intimidad, descubrió en realidad todo
lo contrario: eran personas abiertas, generosas y muy hospitalarias. A
su llegada al pueblo, el joven doctor pensaba que el nuevo destino sería
para tan solo unos años y que después, con su experiencia
adquirida, podría marchar a cualquier ciudad de provincias para
montar su propia consulta. Pero la vida allí le caló, era
una vida que transcurría apacible y lenta a veces, otras, rápida
y urgente, y descubrió que los inviernos eran fríos, pero
cálidos en las casas de piedra, donde acudía por los resfriados
y las toses y en las que acababa siendo invitado a comer o cenar, compartiendo
el pan, el vino y el humo de la leña que ardía en el hogar.
Le sorprendieron los veranos, de clima caluroso durante el día,
con aquella sorprendente luz blanca de las mañanas, que parecía
limpiar el cielo de nubes; era la época en que la atención
del doctor se centraba en los accidentes de la siega o las roturas de
huesos de algún travieso niño chapuceando en el río.
Las noches eran frescas, se olía a pino y resina y dormía
acunado por el susurrar de las aguas del río y los cantos esporádicos
de las ranas solitarias. Sin darse cuenta el doctor Ortiz arraigó
en el pueblo, le gustaba ir de pesca con algún vecino y pasear
por los caminos que llevaba a los eriales, subía a la Ermita y
mientras el viento le acariciara el rostro él leía tratados
de medicina a la sombra de un roble centenario. Pero lo que verdaderamente
le ancló por completo al pueblo, postergando para siempre sus pretensiones
de trasladarse a una ciudad, fue conocer a Ofelia Roldán, una de
las hijas del ganadero Pancracio Roldán. Ambos jóvenes se
enamoraron, se casaron y crearon una familia.
—Julieta, para la tos de tu hijo mayor, Ramoncito, puedes hacer
un jarabe de miel añadiéndole un poco de menta, si aún
así sigue tosiendo, dile al boticario que te prepare la receta
numero 58, que es para la tos. Para Rita, la pequeña, cuando tenga
diarreas dale agua de arroz y zanahoria. Hazle beber mucho líquido.
—Oliverio, la tristeza no se cura bebiendo aguardiente, ya sé
que echas de menos a Regina, pero tú estás vivo y has de
vivir, por ella y por su memoria ¿Crees que le gustaría
verte hecho un desastre, ella que siempre te cuidó tan bien? Venga,
Oliverio, ánimo y adelante.
Los consejos del doctor eran certeros y directos y quienes lo oían
lo interpretaban con una fe que iba más allá de la que ponían
en la Iglesia. Así fue como sus pacientes se curaban y mejoraban
oyendo aquellas palabras dirigidos a ellos. Cada día Ofelia leía
a cuatro pacientes su párrafo, y así hubiera estado durante
ochenta y seis días consecutivos si no fuera porque antes de acabar
de leer el último consejo, ya venían de nuevo algunos de
los pacientes, para que le releyera de nuevo su párrafo; la causa
que alegaban era que se habían olvidado del mensaje, pero Ofelia
pronto comprendió que en realidad era porque querían oír
otra vez las palabras que el doctor les dedicaba a ellos a través
de la voz de su esposa. Los pacientes acudían casi en romería,
y siempre traían algún presente para la familia del doctor:
unos huevos, algo de maíz, un saco de carbón, un cuartillo
de aceite o de vino. Así estuvo Ofelia, día tras día,
durante cada día de su vida hasta que falleció doce años
después de que lo hiciera su marido. Los pacientes que aún
quedaban con vida continuaban asistiendo a la casa del doctor. Margarita,
la hija pequeña de Ofelia y del doctor Ortiz, asumió la
responsabilidad de leer los párrafos y siguieron los vecinos con
idéntico ritual: escuchaban el párrafo como si fuera la
primera vez, como si el médico estuviera todavía vivo y
en comunicación directa con ellos, después, salían
de allí satisfechos y alegres.
Cuando murió el último de los paciente que acudían
a la casa para que le leyeran su párrafo, la familia llevó
a cabo una de las últimas voluntades expresadas por el doctor Ortiz:
la carta fue quemada, cumpliendo así con la penúltima norma
del juramento hipocrática que versa sobre la confidencialidad entre
médico y paciente, y que dice así: Guardaré silencio
sobre todo aquello que en mi profesión, o fuera de ella, oiga o
vea en la vida de los hombres que no deban ser públicos, manteniendo
estas cosas de manera que no se pueda hablar de ellas.
Las cenizas de la carta fueron esparcidas junto a la tumba del doctor
Ortiz.
(c) Vicente Blasco Argente
A mi buen y querido doctor Francisco Ortiz,
quien aúna en su persona dos extraordinarias cualidades: ser
un excelente profesional y tener una gran calidad humana.
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