La
ciudad deseada
Eran pasadas las nueve de la mañana cuando Mercedes,
después de llevar a sus nietos al colegio, se puso a la espalda
la pequeña mochila donde llevaba el agua, un paraguas por si acaso,
otras gafas, también por si acaso, el plano desgastado de la ciudad,
el bolígrafo y un cuadernillo de espiral con tapas verdes y diseño
de Kukuxumusu que le había regalado una de sus nietas, y se encaminó
a la parada del metro. Hoy le tocaba la zona de Les Corts. Bajaría
en la Plaça del Centre y desde allí emprendería su
recorrido por las calles de la zona, pasearía por sus jardines,
cruzaría la Travessera y llegaría hasta la Diagonal, para
coger un autobús que la devolvería a casa. Mientras se dirigía
a la estación de metro calculó en unas tres horas y media
lo que le esperaba de caminata. Esta actividad que Mercedes realizaba
de lunes a jueves, excepto los viernes que quedaba con sus amigas, había
comenzado tres años antes, cuando enviudó de su querido
Martín. Desde entonces, cada día, llevar a cabo sus obligaciones
de abuela, que consistía en llevar al colegio a los dos nietos
más pequeños, —los otros ya eran mayores e iban por
su cuenta — y tras esto comenzaba idéntico ritual: un ritual
que tenía como objetivo conocer a fondo la ciudad de Barcelona,
explorar cada una de las 4.544 calles de la ciudad y recorrer sus 1.358
kilómetros. No tenía prisa en cumplir su reto, quería
saborear el placer de posar su vista ya fuera en un bella fachada modernista
del Eixample o en el bullicioso gentío de las Ramblas, entrar en
un mercado o en una Iglesia, pasear por la Gran Vía o deambular
por las estrechas calles del Barri Gótic o sentir el ambiente rural
de Horta, Gracia o el Born. Era un sueño infantil, un deseo, que
ahora a sus setenta y siete años podía cumplir.
Mercedes solía decir que había nacido en la Barcelona que
no existía, con esta frase quería señalar que vino
al mundo en una infraciudad poblada de barracas agrupadas en torno a la
Montaña de Montjuic. Era una lugar habitado por casi diez mil almas
que se alojaban en poco más de dos mil barracas, construidas con
los más variopintos materiales: desde las mejores, aquellas hechas
con ladrillos y techo de teja árabe o Uralita, hasta las que empleaban
paredes hechas de cañas y yeso, latón, hojalata o las de
cartón embreado, que sucumbía ante las lluvias persistentes.
Los padres de Mercedes eran emigrantes, habían llegado a la ciudad
en 1944, provenientes de un pequeño pueblo de Murcia donde escaseaba
el trabajo y el pan. Su padre era albañil y fue atraído,
como tantos otros obreros, por una ciudad que emergía de su derrota
tras la guerra civil: una ciudad de la que se oía decir que ofrecía
trabajo a quien tuviera ganas de trabajar. Y en esto tenían razón,
quienes elogiaban las oportunidades que daba la ciudad, sin embargo, lo
que no sabía el padre de Mercedes era de la tremenda escasez de
viviendas, una escasez que obligaba a la legión de emigrantes que
llegaban a Barcelona a buscar refugio y acomodo en las montañas
o las playas de la ciudad. La falta de viviendas era un problema municipal
que se arrastraba desde hacía varias décadas y que las autoridades
se veían incapaces de solucionar.
Mercedes era la pequeña de la familia y la única que nació
en la montaña de Montjüic, ya que sus dos hermanos varones
habían nacidos con anterioridad en el pueblo. Le contaron que su
madre fue asistida en el parto por las vecinas y una valiente comadrona
de Barcelona, que se atrevió a subir por los senderos pedregosos
y escarpados hasta las chabolas. Toda su infancia la pasó Mercedes
allí, una infancia que recordaba feliz, viviendo al aire libre,
compartiendo juegos y bocadillos, correteando en una plaza polvorienta
—presidida por un bar compuesto por una barra hecha de tosca madera
apoyada sobre dos botas de vino—, y perdiéndose por caminos
zigzagueantes bordeados de arbustos y pinos mediterráneos, a los
que solían apedrear para hacer caer las piñas y comer sus
frutos: los deliciosos piñones.
En todo aquel conglomerado de chabolas y senderos, había varios
puestos de venta de comestibles, algunos otros bares y una Capilla donde
un cura de una parroquia del Paralelo celebraba misa cada domingo. Mercedes
recordaba con agrado cuando subían las monjas a las chabolas para
enseñarles el catecismo y preparaban a los niños para tomar
su primera Comunión. Los niños se arremolinaban alegres
entorno a las monjas porque solían regalarles un bote de leche
condensada junto a un puñado de galletas que llevaban el mismo
nombre que el de la Virgen. Fue desde entonces que Mercedes siempre asoció
la leche y las galletas con el Dios de la ciudad, aunque ese Dios, se
lamentaba Mercedes, no impedía un hecho que siempre le aterrorizaba:
la intervención del “Servicio de Control y Represión
del Barraquismo”, los hombres del Ayuntamiento, como decían.
Aparecían de imprevisto con sus temidos picos y palas y derribaban
y desalojaban aquellas chabolas que no tuvieran la preceptiva placa del
censo, placa que guardaban como un tesoro todos los que poseían
una. La gente se apiñaba para observar el derrocamiento, maldiciendo
en silencio y esperando que acabaran su tarea y se marcharan, para comenzar
a construirla de nuevo, de manera solidaria entre los vecinos. Pero la
solidaridad no solo se manifestaba de ese modo, sino también cuando
alguna barraca sufría un desastre natural producido por los vientos
y la lluvia que acababa por destrozar una pared o un techo.
Muchas veces, la chiquillería, corrían hasta el castillo
de Montjüic, donde severos militares les impedían acercarse
y miraban sus almenas a prudente distancia, imaginando batallas medievales
y princesas cautivas, otras veces observaban el mar y los barcos a su
llegada al puerto. Pero lo que más le gustaba a Mercedes, donde
ella solía extasiar su mirada era sobre la ciudad nocturna, iluminadas
sus calles, sus casas, extendiéndose a sus pies como un manto de
brillantes luciérnagas que se perdían a lo lejos, entre
un mar oscuro en cuya superficie competía el reflejo de la blanca
luna y las ambarinas luces de los faroles del puerto. La ciudad le parecía
enorme, casi inabarcable, bellísima en su magnitud y desde esa
colina aprendió a amarla y a desear vivir en ella y pasear por
sus largas e iluminadas calles repletas de comercios. «Algún
día conoceré la ciudad como conozco la montaña»,
se decía de regreso a su chabola, donde le esperaban para cenar.
“Coge fuerzas Mercedes que mañana tenemos que ir a buscar
agua y a lavar ropa”, le decía su madre entre cucharada y
cucharada de sopa de fideos. Y aunque la joven fruncía el ceño
en señal de disgusto no solía decir nada. Acompañar
a su madre a las pilas de agua era una tarea dura, un trabajo destinado
a las mujeres del las barracas. Allí iban a lavar la ropa o a llenar
y cargar garrafas y depósitos de plástico para llevarlos
a casa. Se ponían en la fila y esperaban el turno. Mientras su
madre hablaba con las otras mujeres ella recorría la fila en busca
de alguna amiga con la que matar el tiempo de espera, hasta que una vez
en su turno, ayudaba a su madre a aclarar la ropa, escurrirla o a transportar
la pesada garrafa de ocho litros de agua por entre las cuestas pedregosas.
De adolescente, Mercedes, bajaba los domingos a la ciudad con un grupo
de chicas, antiguas compañeras del colegio nacional que llevaba
el nombre de la heroína Carmen Tronchoni: una falangista, acusada
de espionaje y fusilada a los 22 años en los fosos de Montjuic
por los republicanos. Solían ir a algún cine en el Paralelo
y sobre todo, a los bailes populares con orquestina de tres músicos,
pista de cemento, zarzaparrilla y gaseosa, a la espera de ser invitadas
a bailar por uno de aquellos muchachos de ropa ajustada, largas patillas
y flequillo sobre los ojos a lo James Dean. El año 1963 Mercedes
se prometió con Martín un joven que también vivía
en las barracas, mecánico de profesión. Ambos aspiraban,
como tantos jóvenes, a casarse y encontrar una vivienda en la ciudad.
Ese mismo año el general Franco en una visita al Castillo de Montjüic
y a los terrenos de Miramar, donde se ubicaría los incipientes
estudios de TVE, iba a cambiar el destino de todos ellos. El dictador
contempló con sus propios ojos el despliegue de barracas a lo ancho
de los 800.000 metros cuadrados que ocupaban en la montaña y con
gesto de disgusto y voz atiplada, manifestó su malestar por las
condiciones de vida de aquellos pobres españoles. Las palabras
del general obraron el milagro, ya que provocó una rápida
actuación estatal y municipal; fue el inicio de la construcción
de miles de viviendas de protección oficial para alojar a los barraquistas.
La familia de Mercedes, compró uno de estos pisos, a los que llamaban
“casas baratas” por su reducido precio y se trasladaron a
vivir a un bloque en el extrarradio de Barcelona.
Mercedes y Martín se casaron unos años después y
se compraron un piso en el barrio el Congrés. La familia recién
creada fue aumentando con el nacimiento del primer hijo. Martín
hacía horas extras hasta que pudieron, por fin, comprarse un seiscientos.
Prosperaron, Vinieron los otros hijos y Mercedes se dedicaba a la familia
como tantas amas de casa, no pedía nada más a la vida: porque
comparada con la que habían tenido sus padres, la de ella, era
infinitamente mejor y más cómoda. Su vida transcurrió
ayudando a los hijos, después a los padres que ya eran muy mayores
y tras los padres vinieron los nietos. Cuando llegó la jubilación
de su marido disfrutaron de algunos viajes del Imserso, de estancias en
balnearios y reencuentro con amigos y familiares, aunque esto no evitó
que siguiera ayudando a sus hijos y a sus nietos.
La repentina muerte de Martín fue un duro golpe para Mercedes que
la sumió en el desconsuelo, se refugió un tiempo en la familia,
hasta adaptarse a su nueva situación de viuda. Fue por aquel entonces
cuando un día, sola en casa, se dio cuenta no había tenido
tiempo para ella misma, que su vida había pasado dedicándola
a los demás, marido, hijos, padres, nietos. Esa reflexión
hizo emerger en ella emergió uno de sus deseos, que casi tenía
enterrado en el olvido; un deseo de niña, de cuando vivía
en la montaña de Montjüic y anhelaba conocer la ciudad de
Barcelona.
Después de recorrer una parte de Les Corts Mercedes dibujó
en el manoseado mapa el recorrido de ese día y apunto, en su libreta
verde, las cosas curiosas que había visto. Desde el autobús
que la llevaba a casa fue contemplando calles que le eran familiares,
pasaban frente a sus ojos como una secuencia cinematográfica. Estaba
cansada y contenta al mismo tiempo, con una alegría secreta y profunda
que la llevaba a disfrutar de esa ciudad tan deseada que ahora, en las
postrimerías de su vida conocía tan afondo como quizá
nadie pudiera conocerla. Estaba a punto de cumplir su objetivo y, pese
a que le quedaba poco para acabar de recorrerla por completa, no le importaba,
porque la ciudad era como un organismo vivo y seguramente que en los tres
años que había tardado en recorrerla habría cambiado
lo suficiente para que pudiera comenzar. Eso sí, siempre que la
salud se lo permitiera. Y cuando llegase el día que ya no fuera
posible realizar sus excursiones, pues las abandonaría, con la
satisfacción de haber cumplido un sueño; y si el Creador
la llamaba a su lado se iría complacida para estar junto a su querido
Martín en el cementerio de Montjüic, en la falda de esa misma
montaña que un día la vio nacer.
(c) Vicente Blasco Argente
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