Las chicas de doña Conchita

La maestra de la clase de las chicas se llamaba Doña Conchita, contaría unos treinta años cuando la conocí, quizá fuera un poco más mayor que Don Francisco; era delgada, muy activa, con la voz ligeramente afónica y acelerada que acompañaba a sus ademanes enérgicos. De estado civil soltera y sin compromiso, vivía con su madre, una anciana respetable y pulcra de cuerpo menudo y frágil que vestía siempre con gran elegancia. Ambas vivían juntas en “los pisos de los maestros”: un edificio cuadrado de pocos pisos situado cerca de las escuelas. Después que Doña Conchita dejara de ejercer en el pueblo se trasladó a la ciudad de Játiva; desde allí en ocasiones se desplazaba en su flamante Seat 600 para hacer una visita a los amigos del pueblo: generalmente el cura y algunos matrimonios cuyas hijas habían pasado por su aula. Por entonces era poco frecuente ver a una mujer conducir un coche.

A veces cuando nuestro maestro, por razones personales no venía a la escuela o la hacía tarde, Doña Conchita tomaba el mando de nuestra clase y nombraba entre los mayores a un delegado para que mantuviera el orden. Pero con frecuencia el orden era subvertido por el lanzamiento desenfrenado de bolas de papel o granos de arroz, disparados con certera puntería con el tubo de un bolígrafo "Bic"; también crecía el murmullo hasta convertirse en griterío. De vez en cuando la repentina aparición de Doña Conchita, fiel a su estrategia de vigilancia inesperada, acallaba de inmediato la exaltada actividad escolar. Con sus ojos negros escrutaba la clase como un ave de rapiña, hasta que su mirada penetrante e infalible localizaba al cabecilla, entonces alzaba la mano sin pronunciar palabra y señalaba con su dedo índice al culpable, y desenmascarado el alborotador no le quedaba más remedio que asumir el castigo y acompañar a Doña Conchita a la clase de las chicas: para mayor vergüenza y humillación.

Aprovechaba yo esta ocasión que quedaba el aula sin maestro y los alumnos bajo la custodia de Doña Conchita para desplegar todas mis artimañas: gritar más que los demás, corretear más que los demás, mostrarme hasta indomable y travieso porque sabía con certeza que no escaparía a la mirada inquisidora de Doña Conchita y podría ser así cautivo de su clase. Cuando esto ocurría y entraba caminando tras la maestra como un preso condenado, ella no podía imaginarse que a mí en lugar de castigo aquello me sabía a premio. Porque deseaba entrar allí y ver a las chicas. Me sentía así, de pronto, el protagonista de la clase, todas sus miradas confluían en mí y yo devolvía sus sonrisas cómplices o reparaba en alguna, a mí entender, turbadora. Una vez en territorio femenino Doña Conchita te colocaba en el rincón de una pared, de pié tras ella, mientras impartía la clase, ajena por completo a mis gestos y payasadas. Las chicas a duras penas podían reprimirse la risa, y cuando acababa la clase alguna se me acercaba a charlar o a compartir conmigo su humor. Fue así como poco a poco fui simpatizando con ellas, hasta preferir, en el recreo, su compañía a la de los chicos.
Otra ocasión para estar con ellas, nos la proporcionaba el cura, que cada cierto tiempo venía a darnos unas charlas de religión. Entonces los chicos íbamos todos a la clase de las chicas y para que todos pudiéramos estar sentados, nos colocaban tres en cada pupitre; las chicas ocupaban las primeras filas y nosotros detrás. Y mientras el cura nos explicaba la vida de San Juan Bosco, yo trataba de leer las inscripciones de los pupitres, buscando con ansia ver escrito mi nombre o el de alguno de mis amigos, y esto probaría que podíamos formar parte de su universo, incluso puede que fuera protagonistas, sin saberlo, de un amor apasionado y secreto.

A la hora del recreo los chicos jugaban al fútbol en el patio trasero de la escuela. Yo por el contrario, me alejaba del fútbol y me acercaba al patio delantero, al territorio femenino; allí donde se formaban grupos y jugaban a sus juegos: a saltar gomas o a la cuerda, al escondite o bailar extrañas danzas con ritmos pegadizos. Otras veces cantaban canciones de moda, cuya letra aprendían de unos cuadernillos llamados "cancioneros"; eran siempre actividades que me parecían más divertidas e inteligentes, pero sobre todo lo que más me atraía y fascinaba eran sus conversaciones: contaban películas, fabulaban historias o simplemente conversaban de cosas que habían pasado o que intuían que pasarían. Yo intentaba participar de sus tertulias con mis frases humorísticas, mis chistes improvisados y hasta con mis dibujos y caricaturas. Me hechizaba entrar en su rico mundo de palabras y confidencias: un mundo diferente al de los chicos, ordenado, limpio, inteligente, en apariencia débil, pero nada ingenuo.

Las conversaciones podían iniciarse con un simple rumor con características de crecimiento sostenido...

— ¿Habéis visto de qué modo hablaban en el patio?

—Yo no me lo creo... ¿Doña Conchita con Don Francisco? ¡Pero si ella es mayor que él!

—Si pero el amor no tiene edad fíjate sino el Raniero de Mónaco y la Kelly

— ¡Dicen que les vieron cogerse de la mano!

— ¡Bah! ¡Yo eso no me lo creo!

A veces las chicas acogían en sus grupos a algún chico y lo sometían, entre bromas, a interrogatorios casi de tercer grado:

— ¡A ti te gusta Amparin!

— ¡Qué va! ¿Pero qué dices? ¡A mí no me gusta ninguna! — respondía el chico intentando mostrarse entre ofendido e indiferente.

Pero lo más habitual era oír historias como que " A Fulana le gusta Fulano pero Fulano le gusta Zutana" y así una intrincada relación de amores engañados, pasiones sin futuro, ilusiones y fantasías, vivido todo ello con prisa, con urgencia, con la premura que dan aún los pocos años vividos.

(c) Vicente Blasco Argente