Los
Reyes que vienen de Oriente
Era el último día de escuela antes del inicio de las vacaciones
de Navidad y había salido un poco antes porque tenía que
pasar primero por la consulta de Guillermo, el enfermero del pueblo, al
que todos conocían como el Practicante. El serio médico
don Agustín había sucumbido a la insistencia de mi madre
y mi abuela de que me diera vitaminas, y decidió torturarme una
semana con inyecciones de hígado de bacalao, en la creencia de
que así se reforzarían mis defensas y crecería alto
y robusto como mi hermano Tomás. Y es que mi hermano Tomás,
aun siendo menor que yo, me supera en altura y anchura. Yo le envidiaba
verlo crecer eludiendo las torturas sistemáticas a las que me sometían
con lavativas e inyecciones y me maravillaba verlo comer los enormes platos
de bacalao con patatas que cocinaba mi abuela, mientras que yo jugueteaba
con la patata incapaz de masticar un solo trozo. Mi abuela, a veces, se
desesperaba y me decía:
— ¡Mira, por culpa de tu desgana tu hermano se come el bacalao
mientras que a ti Guillermo te lo tiene que poner en el culo con inyecciones!
Yo pensaba en la razón que tenía mi abuela y ansiaba tener
el apetito de Tomás, que era capaz de zamparse plato tras plato
mientras que a mí, por no tener hambre, me inoculaban una y otra
vez aquel aceite infame. En eso andaba pensando cuando al salir de la
escuela iba en dirección a casa de Guillermo y me paré en
el escaparate de la tienda de Amparo “la Tu-Tu”. La señora
Amparo era una viuda, de edad incierta y de mal carácter que regentaba
la pequeña tienda de betas e hilos, en la que también había
material escolar. Me atraían los bolígrafos "Bic"
en su estuche de cuatro colores y los lápices Alpino en su caja
de cartón, pero sobre todo, mis ojos no podían separarse
de una gruesa carpeta de anillas que era una auténtica novedad
y en la que soñaba con llenarla de dibujos del Capitán Trueno
y el Jabato. A veces teníamos suerte si nos atendía su única
hija, también llamada Amparo, que debía rondar los dieciocho
años; llevaba la melena larga y oscura y vestía siempre
de manera un punto atrevido para aquella sociedad que le costaba abandonar
en negro del luto. Tenía la voz compacta y profunda lo que le hacía
parecer de más edad y podía amedrentar un poco al principio,
pero lo cierto es que siempre se mostraba tierna con los chiquillos.
— ¿Qué quieres Vicentín?
—¿Cuánto vale la carpeta?
—¿Cual? ¿La de anillas?
—¡Sí, sí, la de anillas!
—Pues, esta vale, a ver....quince pesetas.
—¡BUf! Qué cara....
—Sí que es un poquitín cara sí...pero bueno
¿Pídesela a los Reyes Magos? Seguro que ellos te la traen.
—¡Sí, sí, se la pediré a los Reyes!
Aquél día, mirando de nuevo la carpeta se me acercó
mi amigo “El Chato”. Tenía dos años más
que yo e iba a las Escuelas Parroquiales, también él había
salido un rato antes de la escuela con alguna de sus hábiles excusas.
“El Chato” era un veterano monaguillo que, un año más
tarde, me introduciría en los secretos de la sacristía,
por él sabría donde encontrar la caja de hostias y el vino
dulce que el cura consagraba en las misas. Tenía el pelo revuelto
y oscuro, el rostro salpicado de pecas y era mi caballo en las luchas
de caballistas que se hacían en el patio. Formábamos un
equipo imbatible porque mi poco peso me hacía ideal como jinete,
mientras que su robustez y agilidad componía el mejor caballo;
montado sobre sus hombros, luchábamos contra otros caballistas
y ganaba el combate aquel jinete que conseguía descabalgar al otro
de su montura; como yo pesaba poco y además me agarraba a su cabeza
como una garrapata constituíamos el equipo campeón de aquellas
luchas.
—Ché Visentico ¿pero qué haces tú aquí?
Le dije que iba al Practicante y que me había parado en la tienda
un momento y le señalé el objeto de mi deseo.
—¡Mira esa carpeta! ¡Se la voy a pedir a los Reyes!
"El Chato" me sonrió con aire de suficiencia, como si
fuera poseedor de un conocimiento que a mí se me escapaba.
—¿Pero, chico, aún no lo sabes...?
—¿Que no se el qué?
—¡Pues que los Reyes son
los padres!
Parpadeé boquiabierto ante aquellas palabras de “El Chato”.
La afirmación salida de un chico que me llevaba dos años
me pareció de una certeza casi absoluta.
Ese día la inyección apenas me dolió y aunque me
hizo caminar cojo hasta mi casa, no podía dejar de pensar en las
palabras de "El Chato". Es cierto que había oído
por ahí antes ese rumor, pero no prestaba mucha atención
porque no podía imaginarme a mi padre de Rey Mago. Pensé
que ¿cómo podía todo un pueblo vivir en la misma
mentira? Los Reyes llegaban en caballería el día cinco de
enero, eso todo el mundo lo podía ver, justo a la siete de la tarde
y los niños y padres esperaban, una hora antes, en la carretera
para verlos llegar: eso era una realidad. Pero las palabras de mi amigo
parecían encajar con algunas conjeturas: ¿Por qué
los juguetes de Ricardito, mi vecino, eran tan extraordinarios? ¿Por
qué le traían más juguetes que a mi hermano y a mí
juntos? La razón no sería que Ricardito fuera más
bueno que nosotros dos juntos. No. Quizá la razón era otra
...qué sus padres eran ricos. Eran respuestas que coincidían
con la realidad y eso hacía que la magia de los Reyes Magos que
vienen de Oriente se tambalease peligrosamente.
Las vacaciones de Navidad transcurrieron con normalidad. Mi hermano y
yo, ayudados por mi madre montamos el Belén y cantamos villancicos.
Mi abuelo, como cada año, preparó el turrón de palomitas,
cacahuetes y miel, mientras que mi madre y mi abuela cocinaban el puchero
de Noche Buena y la comida de Navidad. A veces en esos días el
secreto de los Reyes Magos me asaltaba y no paraba de rondar en mi cabeza,
hasta estuve apunto de preguntárselo a mi abuela, pero no dije
nada y poco a poco pareció que la idea se fue desvaneciendo. Fueron
así pasando los días, entre juegos con los gatos Llanero
y Toro, frente al fuego o perdido en el desván inspeccionando cada
trasto allí amontonando o haciendo recados con mi hermano Tomás.
Pero al llegar el día cinco de enero comencé a ponerme nervioso.
La confidencia de "El Chato" volvió a resonar en mi cabeza
con la pregunta: ¿son los Reyes Magos los padres?
Hallé la respuesta cuando les vi llegar por la carretera, cabalgando
a paso lento, por el centro del asfalto, entre otras caballerías
de gente del pueblo que formaba una comitiva de bienvenida. Tuve la certidumbre,
en la plaza mayor, cuando descendieron de sus monturas y fueron rodeados,
con prudencia y temor, por los chiquillos que no soltaban la mano protectora
de sus padres. Me convencí cuando entraron en el Ayuntamiento y
hablaron, desde el balcón, en una lengua difícil y extraña
que solo el alcalde era capaz de traducir. Por si esto fuera poco, mi
última duda se desvaneció cuando subí, con otros
niños, las escaleras de la iglesia y tembloroso le di la carta
al Baltasar y éste me miró con sus enormes ojos y me alcanzó
la bolsa de caramelos. Entonces todo encajó a la perfección
y entendí el misterio: Aquellos Reyes no podían ser los
mismos que fueron a Belén a llevar oro, incienso y mirra a Jesús
de Nazaret, pero eran, sin duda alguna, sus dignos descendientes: los
mismísmos nietos de los nietos o algo así. ¡Claro!
¡Como no lo había pensado antes! ¡Había encontrado
la respuesta con la que borrar la sonrisa de suficiencia de "El chato"!
(c) Vicente Blasco Argente |
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