MIS
PASEOS CON SOMBRERO
Relatos veraniegos |
|
16 de agosto de
2012.
Dos hombres a la sombra
La
calle, estrecha y sinuosa, bajaba desde la parte alta del pueblo hasta
la plaza. La pared de la iglesia que daba a la calle proyectaba su fresca
sombra en un largo tramo y una brisa ascendía por la calle en dirección
a la montaña. Aprovechando ese punto fresco de una mañana
calurosa de agosto había dos hombres viejos, en cuyos rostros arrugados
y tostados se adivinaba su origen campesino.
Aminoré la marcha hasta quedar frente a ellos.
—¡No hay calle más fresca en el pueblo que ésta!
—les dije mientras me quitaba el sombrero con una mano y me limpiaba
el sudor con la otra.
Ambos me miraron, aguzando la vista, mientras sonreían satisfechos
ante el reconocimiento de que eran poseedores de un lugar privilegiado
en plena canícula.
—Aquí siempre corre airesico, se está muy
bien —dijo el más corpulento con un puro caliqueño
que le bailaba en la boca y que me pareció apagado.
—Menos cuando hace poniente —dijo el otro —entonces
ni aquí ni en ninguna parte.
Advertí en este último un poso de amargura en su semblante
y en su entonación, y quizá ese tono triste hizo que me
fijara en una cadenita de oro que rodeaba su cuello y de la que pendía,
junto a una medalla, una alianza de matrimonio. Como si se hubiera dado
cuenta de mi mirada curiosa, dijo, como para justificarse:
—Hace diez días que se murió mi mujer y aún
estoy como atontado.
Su amigo, agachó un poco la cabeza y elevó las cejas en
un gesto que denotaba comprensión, pero no dijo nada. Eran hombres
del campo, dados más a los silencios y a los gestos que a las palabras,
gentes acostumbradas a callar sus emociones a omitir sus sentimientos,
quizá el exceso de su amigo, comunicándole su estado a un
extraño, pensó, se debía a que aún estaba
bajo el impacto de la pérdida, de un dolor que es tan próximo
que aún nubla el entendimiento. Las palabras quedaron en el aire,
imponiendo un silencio incómodo que rompí cambiando de conversación.
—¿Es que no me conocéis?
—Pues no —dijo el más corpulento mientras el otro negaba
con la cabeza.
—Soy hijo de Alfonso y Anita, del taller.
El hombre triste sonrió al recordar y exclamó rápido:
—¡De Pablo! ¡Claro! ¡Yo conocía mucho a
tu abuelo! ¡Qué gran persona!
Pablo era mi abuelo y con ese “de Pablo” se refería
a un apodo familiar que nos identificaba más que los apellidos.
Entonces, el hombre triste se le iluminó el rostro. Viajó
al pasado en un segundo y comenzó a hablarme de mi abuelo con entusiasmo.
Esto siempre había sido una constante cuando alguien del pueblo,
con cierta edad, nos recordaba al abuelo que no conocimos y que llegó
y se asentó en el pueblo para ejercer de herrero. Me contó
varias anécdotas del abuelo. Así seguimos un rato hasta
que me despedí de ellos, agradeciéndoles la conversación
y el recuerdo de mi abuelo y allí los dejé, rememorando
el pasado, y por un momento pensé que el pasado era como un asidero
que los viejos utilizan para ser conscientes de su propia existencia,
y que algún día me alcanzaría a mí.
Caminé hasta la plaza de la Iglesia: allí el sol ya daba
de pleno.
|
|
18
de agostos 2012
Paseo matinal
Inicié el paseo matinal comenzando por la Calle
Mayor, en el El Pontet. Al llegar a la calle general Pinto subí
por ella con la intención de llegar hasta la Ermita por los eriales
y bajar al pueblo después. Me pregunté porque se llama así
la calle y descubrí, después, que podría tratarse
de un militar y político argentino que 1852 fue gobernador de Buenos
Aires y que dio su nombre a una ciudad de allí. Pero también
podría tratarse del general Guillermo Pintos, este con ese final,
que pereció en 1909 en una de las mayores sangrías que sufrió
el Ejército Español en Marruecos: la derrota del Barranco
del Lobo. Pero fuera quien fuera el general que le dio nombre a la empinada
cuesta, a fe mía, que se removería en su tumba si tuviera
que subirla como yo hacía esta mañana.
Al llegar arriba, atravesé la calle Buenos Aires y la persiana
de una casa se alzó ligeramente y un rostro semioculto me observó
desde la penumbra. Una motocicleta descendió en ese momento petardeando
y me pegué a la estrecha acera. No tuve que andar mucho hasta alcanzar
el Alto. Al adentrarme en el camino que lleva a la Ermita, con el sol
a mi espalda, que ya empezaba a calentar, me asaltó, de pronto,
el olor de ajos. Fue una vaharada que provenía de los almacenes
que allí hay, algunos ya abiertos. No me molestó en absoluto:
era un olor caliente característico que desprenden los ajos cuando
son “enforcados” en trenzas, un olor que me retrotrajo a la
infancia. Seguí caminando, pasé al lado de un huertecillo
a mi izquierda, que esparramaba tomates y pimientos de un rojo fuego entre
matas verdes atadas con cañas. También percibí su
olor y aspiré con ansias el aire de la mañana que me trajo
otros olores que recién despertaban por el sol: el de los higos
chumbos, la resina de algún pino, el aroma del tomillo y otras
hierbas aromáticas que mi falta de cultura campestre me impidieron
reconocer. Pasé al lado de una cerca de madera que por su aspecto
se me antojó forma un picadero, el lugar donde se adiestran los
caballos.
Ya en la Ermita, una pareja estaba sentada en un banco, ella era de color
y se cubría con una manta. Oí que le decía a su compañero
que su tierra de origen era aún más cálida que esta
y que allí, sentada, a la sombra de los pinos sentía un
poco de frío. Les saludé con un oportuno “buenos días”
que me devolvieron al unísono y seguí unos metros hacia
un camino que desciende hacia una zona donde aún hay cuevas. Mi
intención era llegar a la cueva-vivienda que un día visité
y que ahora estaba cerrada porque su propietario había muerte.
Era la residencia de “Manitas” un singular personaje del pueblo,
delgado, fibroso, de mirada pícara, fumador empedernido y amigo
de disfrutar estando en compañía, mientras las rondas de
quintos se sucedían. El apodo le venía de la pérdida
de las falanges de una mano, lo que le llevaba a decir, lleno de socarronería,
que aquella ya no era una mano sino una manita. Era un tipo simpático,
dicharachero y rápido en las respuestas ingeniosas, buen trabajador
y mejor amigo de sus amigos. Se movía con un ciclomotor Ducson,
creo recordad, a lomos del cual parecía, pese a la ebriedad que
alguna vez le acompañaba, una auténtica flecha, como un
Ángel Nieto de la época. Mi hermano Tomi era uno de sus
amigos, sobre todo desde que “Manitas” tras sufrir un terrible
derrame cerebral que a cualquier otro hubiera fulminado ipso facto a él
le dejó sin habla y sin tabaco. No se recuperó, pero con
la habilidad que da el carácter de los supervivientes llegaba a
comunicarse con gestos y monosílabos. Tenía un huerto, pegado
a su cueva, donde plantaba verduras, le gustaba cocinar, como también,
tras los días de lluvia coger caracoles o en el otoño, junto
con mi hermano, penetrar en zonas boscosas que él solo conocía
para buscar setas, mientras, con gestos, le hacía prometer a mi
hermano que mantendría el secreto del lugar.
Frente a su cueva, en cuyo frontal está escrito su nombre, he hecho
una foto hacia la vista que cada mañana tenía él
del pueblo al levantarse, desplegado majestuoso a sus pies, hermoso con
el sol cubriendo lentamente los tejados y acariciado por el aroma del
campo, oyendo, a lo lejos tañer las campanas. Un lugar privilegiado.
Sin duda.
|
|
19 de agosto de 2012
¡Gazpachos en agosto!
Muchos
pueden creer que comerse unos gazpachos en agosto, en un día que
el termómetro llega a los 32 grados a la sombra es una temeridad.
Pero se trataba de una apuesta y las deudas son de obligado cumplimiento.
Ambos somos hombres de honor.
Estoy hablando de gazpachos manchegos y no del andaluz, más apropiado
para el estío que los contundentes manchegos que se comen en Navarrés.
La base principal de tan potente manjar es la torta, hecha de harina y
agua, sin levadura, a la leña, no muy diferente al pan de pita
oriental o la masa de pizza italiana. No obstante estas similitudes, la
torta desprende un aroma y un sabor diferente. Al cocerse después,
hechas migas en un caldero junto con la carne de conejo o pollo (también
los he comido con jamón), ingredientes con los que previamente
se ha hecho un caldo, con una picada de ajo, perejil y almendra, y sedimentar
unos minutos mientras el fuego de leña hace su lenta función,
alcanza por fin, su estado perfecto. He de reconocer que la primera vez
que se comen, su aspecto, suscita alguna pregunta: ¿si esto lo
comen las personas qué comerán los cerdos?, pero basta llevarse
la primera cucharada a la boca para disipar cualquier duda y quedar prendido,
yo diría que para siempre, de ese inigualable sabor de montaña.
La manera tradicional de comerlos es directamente en el caldero o sobre
un trozo de torta a modo de plato, quizá este modo de presentarlos
tenga su origen es que es un plato de pastores, cuando en sus largas travesías,
cruzando media España, llevaban el ganado a la búsqueda
de nuevos pastos. En estas travesías nunca les faltaba la harina
ni el aceite, de modo que en las obligadas paradas a campo abierto, bastaba
cazar un conejo, hacer la torta, despedazarla y preparar los gazpachos.
Quizá fuera su única comida caliente durante el día,
y quizá fuera invierno, pero es seguro que con dos platos de estos
enérgicos gazpachos, regados con un vino bebido en bota, como no
podía ser de otro modo, el pastor aguantaba la intemperie, la lluvia,
el frío y lo que le cayese encima, con un estoicismo que haría
languidecer a los aguerridos soldados espartanos.
La apuesta se dirimió, como decía al principio, en mejores
condiciones que los pastores. Fue en el bar La Parra de Quesa, un lugar
en que los preparan de modo excelente. Los regamos con cerveza fresquita,
una concesión al calor del día, y eso que nos protegimos,
agradecidos, con el aire acondicionado del establecimiento. Comimos dejándonos
llevar por ese singular sabor que mezcla, en perfecta armonía,
el gusto del campo, del monte, de las esencias propias de una tierra donde
todo se celebra comiendo, donde las apuestas perdidas o ganadas, tienen
que ver con buenas noticias, en este caso el que tanto mi hermano Tomi
como yo, dentro de pocos meses, asumiremos una nueva categoría
en la escala de la vida: la de ser abuelos.
Estarán de acuerdo conmigo que esa noticia vale la pena celebrarse
comiendo unos gazpachos, aunque sea en agosto. ¡Ah! y ambos ganamos
la apuesta.
|
|
20 de agosto de 2012
Epílogo en Navarrés
La
última noche en Navarrés. Programa: Cena con amigos. Lugar:
Playamonte. Menú: “Torrá” es decir carnes a
la brasa. Objetivo: Último intento de hacer que mi ombligo desaparezca,
como una embarazada, tensionado por el crecimiento desmesurado del perímetro
abdominal. Resultado: conseguido.
La tarde llegaba a su fin cuando llegamos a Playamonte. Para quién
no lo sepa es un lugar cercano al pueblo donde hay un lago artificial
rodeado de chalets; los hay que podría definir como palacetes de
estilo barroco-levantino de secano (la definición es de mi cosecha)
pero también hay casitas humildes de un par de habitaciones y hasta
algunas casa rural, de excelente factura, que salpimienta el entorno.
Este lago con nombre de urbanización, se creó a principio
de los años setenta, aprovechando el singular hecho que varias
fuentes manaban agua sin cesar. Las fuentes proporcionaban agua de riego
y agua potable, y se hallaban rodeadas de un prado en cuyos márgenes
había arena fina que las gentes del pueblo utilizaban para limpiar
las ollas y calderos. Alguien debió pensar que si el fondo del
prado poseía esa arenilla, que era como arena de la playa, podrían
excavar el prado y desviar el agua de una de las acequias de riego hacia
la excavación. Era seguro que la misma presión del agua
compactaría la arena del fondo impermeabilizando el lago. El Ayuntamiento
de entonces creyó en el proyecto y se puso manos a la obra. Y acertaron.
El lago artificial se hizo muy popular y comenzaron a construirse a su
alrededor decenas de casas. El lugar, era la perla de la corona. Pero
con los años, la falta de previsión en su ordenamiento urbano
y la falta de infraestructuras de alcantarillado hicieron que el lago
se contaminara, quedando prohibido bañarse en él. Y así
está, de momento, a la espera de que se imponga un plan de saneamiento
y la construcción de un colector que recoja todos los desagües.
No obstante este inconveniente, el entorno, en mitad de huertos y campos
y su cercanía con el pueblo, lo ha convertido en lugar donde muchos
se han construido su primera residencia.
Llegamos, como decía, a la casa de nuestros anfitriones: Tino y
Alicia, con las últimas luces de la tarde. Al atravesar la verja
de entrada, un enorme pastor alemán, de tamaño similar a
un burro, levantó ligeramente el hocico volvió a apoyarlo
en una de sus patas, regresando a su posición tumbada y nos ignoró
por completo. Mi hermano Tomi dijo que era extremadamente manso y ante
mi asombro por su aspecto gigantesco Alicia intentó convencernos,
con toda naturalidad, que el perro no era grande sino simplemente “ancho”:
con la respuesta ya me quedé más tranquilo. Una mesa, para
unos catorce comensales, situada bajo el porche, nos dio la bienvenida.
Acompañamos a Tino mientras encendía las brasas en una espaciosa
barbacoa donde bien podrían asarse dos bueyes a la vez y charlando
esperamos al resto de invitados. Cuando por fin nos sentamos a la mesa,
vi asombrado que estaba cubierta de varias fuentes de ensalada, de ensaladilla
rusa, del típico mojete compuesto de pimiento y tomate con trocitos
de bacalao, de enormes tortillas de patata. Mi hermano, ante tanto despliegue
alimenticio, me susurró socarrón: “Vamos de boda”.
Y eso que aún faltaban las fuentes de la carnes a la brasa, las
morcillas, las longanizas y chorizos que Tino cocinaba en las parillas,
en el mismo infierno, hasta temí que algún momento llegara
carbonizado.
Durante la velada, no solo comimos, sino que reímos y mucho, con
las explicaciones de Tino y sus aventuras en los viajes que como tripulante
de barcos había realizado durante cinco años. Pero Alicia
no iba a quedarse atrás: contó una desternillante aventura,
de ella misma, en la isla griega de Santorini a lomos de un burro tan
pequeño, que sus pies le servían de freno en las curvas.
Pero cuando nos narró el ataque que había sufrido su perro
por tres gatos y los vanos intentos de ella de separar a uno de los felinos
instalado en los lomos del can, llegó el regocijo general y es
que su fuerza narrativa era extraordinaria, repleta de potentes imágenes.
Les juro que casi me ahogo de la risa hasta pensé fugazmente en
echar mano del Ventolín.
En estas tierras saben contar las historias como
nadie, con un humor tan increíble, exagerado y corrosivo que es
imposible no acabar riendo tirado por los suelos, aunque esto no inmutó,
lo más mínimo al perro. Fue el perfecto colofón para
la última noche en Navarrés.
|
|