¡Respiro!

A casi una semana de la operación, ya estoy en disposición de escribir. Ayer el médico me sacó el taponamiento nasal, y acabé con cinco días de tortura. Todo empezó el miércoles pasado cuando ingresé en el hospital para una operación programada de pólipos nasales. Es la segunda vez que me operan de lo mismo, la última vez fue hace siete años, y entonces, como ahora, se complicó el post operatorio con una hemorragia. Aquella vez aprendí como una intervención “menor” puede ser molesta, incómoda y dolorosa, y también aprendí, no menos importante, como la mano de una enfermera novicia apretando la mía en los momentos de la cura, puede resultar tan eficaz como un nolotil, claro que si disponen de las dos cosas, mejor que mejor.

Tras la operación del miércoles pasado, me subieron a planta hacia las siete de la tarde; al despertar de la anestesia no noté nada, pero ya una vez en la habitación, comencé a sentir que un hilillo de sangre se deslizaba por mi garganta. Me advirtieron que era normal y que no preocupara, que en poco rato cesaría el flujo del drenaje. Pero hacia las diez de la noche “el hilillo” seguía su camino. Un rato más tarde apareció una doctora de guardia y trató de destaponarme y volverme a taponar, en un intento de parar la hemorragia que se producía en una zona profunda de la cavidad nasal. Mientras me sacaban las gasas, me caían unos lagrimones como peras, mientras mis manos buscaban asirse a una mano amiga en un intento vano, de atenuar el dolor. No hubo nada que hacer, el “hilillo” seguía el camino que le trazaba la gravedad. Quirófano otra vez. No había otra solución. Hacia la una de la madrugada ingresaba de nuevo, vi que había venido mi cirujano pero yo ya cerraba los ojos por efectos de la anestesia. Desperté a las cuatro. Una media hora después, ya estaba en la habitación. Dormité sedado. Al día siguiente, bajo los efectos de las drogas aún no era muy consciente del taponazo que me habían colocado. Bromee con el Whatsapp con unos amigos y me dejé sumir en alguna siesta incontrolada. Pero por la tarde ya me dolían los ojos, los oídos y al tragar, notaba algo raro en la garganta, y la cabeza no me funcionaba. Debí sospecharlo. Tras la intervención se aseguraron bien que no habría más fugas de sangre y para ello me metieron montones de gasa en el interior, ¡que me salían por la garganta! Llegué a pensar, que mi aturdimiento se debía a la compresión de las gasas producían en mi cerebro, que según mis cálculos estaría ya comprimido como una castaña pilonga. ¡Madre mía que llevo yo aquí! me preguntaba si hasta tengo los ojos saltones. Y así estuve, sin respuesta, hasta ayer que me “vaciaron” como una momia ¡Qué alivio sentí! Noté el aire fluir y llenar la cabeza y hasta el cerebro esponjarse al recuperar su hábitat natural.

Ahora estoy un poco flojito, siempre me cuesta recuperarme. Es marca de la casa. Pero estoy bien, arropado y feliz y contento de volver a respirar por la nariz.

Nota: Hace siete años escribí la historia de esta novicia en un relato titulado “La hermana Esperanza”