Sueños en el aire

Todos sus sueños parecían cumplirse. A sus 37 años la maestra Sharon era la primera mujer, que no siendo astronauta, viajaría al espacio, demostrando así que los vuelos espaciales ya no era solo exclusivo de los muy bien entrenados astronautas, convertidos por sus hazañas en héroes admirados de la población. Sharon, nacida en una familia de clase media en Boston, se había graduado como maestra. Durante su carrera había impartido clases de inglés, historia de los Estados Unidos y ahora era profesora de educación cívica de noveno grado, aunque el último año lo había pasado entrenándose para este viaje que colmaba sus sueños de aventura. Sharon tenía el pelo rizado de un castaño claro que parecía alborotado, sonreía un poco tímida ante los fotógrafos y cámaras de la NASA mientras caminaba en fila con el resto de los tripulante hasta la rampa de lanzamiento. Todos vestían un mono azul celeste en cuyo lado izquierdo del pecho lucían las letras de la agencia espacial NASA y en la derecha su nombre. Era un grupo heterogéneo encabezado por el experimentado comandante Francis Richard Scobee y su segundo piloto Michael John, excombatiente en Vietnam, y el resto de miembros todos técnicos, entre ellos había el veterano Gregory Jarvis, el físico afroamericano Ronald McNeir, el expiloto de pruebas de las fuerzas Aéras de origen japonés Elison Shoji y la especialista de misión en viaje Judit Arlene, la segunda mujer que viajaba al espacio.

Colocados en la cabina de la nave, sentados cada uno en su lugar Sharon se sintió emocionada y un poco nerviosa esperando la cuenta atrás. Sabía que una ingente cantidad de gente estaba pendiente de ese lanzamiento y este sentimiento de orgullo se vio aumentado por el final de la cuenta atrás ya que el viaje se había aplazado varias veces por problemas técnicos. Hoy hacía mucho frío, tanto, que Sharon había temido que eso fuera motivo para un nuevo aplazamiento. Su cometido era ajeno al de la tripulación, ella no debía controlar ningún instrumento o realizar ningún experimento en ausencia de gravedad, ella solo debía dar una conferencia desde el espacio sobre los cometas, demostrando que las misiones de la NASA se habían convertido en algo ordinario. De hecho había declarado a la prensa que ella viajaba para humanizar la era espacial, dando una perspectiva de alguien que no era un astronauta.

Atenta al rugido de los motores principales empujando con sus 12 millones de caballos de potencia y el empuje los 14 millones de newton que los depósitos auxiliares de combustible sólido imprimían a la nave, Sharon sintió de pronto la aceleración creciente que aplastó su cuerpo con su mismo peso multiplicado por tres y acusó por un instante las vibraciones y la sacudida normales al despegue. Con el corazón latiendo rápido y la mandíbula apretada por la tensión Sharon tuvo un pensamiento para su familia, pensó en su marido, Steven que estaría en la sala de lanzamiento junto con el resto de los familiares de la tripulación, pero sobre todos, pensó en su padre, al que seguro ahora, se le escaparían dos lágrimas al ver lo que su hija había culminado sus sueño. El padre de Sharon, que trabajaba en una tienda de Boston, era un enamorado de las aventura espacial y había contagiado a su hija el virus de la lectura de libros de ciencia y le había convertido en una eguidora de todos los avances espaciales.

Veinte segundos después del lanzamiento, la maniobra de giro de la nave había finalizado y el morro formaba un ángulo de 78º con el horizonte, mientras tanto continuaba ascendiendo y los tripulantes experimentaron la sensación de ver el horizonte al revés. Así permanecieron cincuenta segundo más, hasta que Sharon y el resto de la tripulación, notaron una extraña vibración seguida de una ligera sacudida. Una alarma acústica comenzó a sonar desde la consola de control y el comandante Francis gritó algo que ella no entendió, en ese momento las mascaras de oxigeno cayeron sobre sus cabezas y de manera automática, como había praticado ciento de veces en los entrenamientos se la llevó a la cara. Entendió que se había producido una avería. Otras alarmas saltaron y pudo ver, por su izquierda que algo brillaba intensamente unos segundos. Aumentó de pronto la presión sobre su pecho, la aceleración había aumentado vertiginosamente y le hizo perder el conocimiento. La nave caía, envuelta en llamas, trazando una parábola hacia el atlántico. Sharon apenas tuvo conciencia de que moría.

Era el 28 de enero de 1986 cuando el transbordador Challenger explotó 73 segundos después del despegue. Hacía frío, tan solo un grado de temperatura, y los miles de espectadores que en ese momento veían el lanzamiento enmudecieron de golpe, mientras los sueños de Sharon se quedaron en el aire, esparcidos, formando volutas blancas sobre un inmaculado cielo azul.

En memoria de accidente del Challenger

(c) Vicente Blasco