Te fuiste sin
despedirte
A Núria que me enseñó
el camino.
Te fuiste sin despedirte. Supe que
volabas hacia la ciudad de la luz mientras yo quedaba entristecido en
un oscuro silencio. Me dio entonces por recordar, y cada imagen que la
mente me traía, era la tuya: tu rostro, tu risa, hasta tus carcajadas
cuando nos vimos por primera vez ¿lo recuerdas? Llegó el
verano al pueblo, y con él tú para visitar a tus abuelos.
Veo la piscina del pueblo y una chica desconocida y hermosa que osa subir
al trampolín: ¿quién es esa chica capaz de lanzarse
desde el trampolín como sólo los chicos más valientes
lo hacen? Solo tú. Y nos dejaste estupefactos con tu lanzamiento
al agua; ese día las chicas te odiaron, pero los chicos empezamos
a enamorarnos de ti. Yo no tenía ojos para nadie más, desde
el mismo instante que tu cuerpo atravesó el aire como una flecha
azul, coronada por tu pelo rojo, como una flecha incendiaria que prendió
para siempre en mi corazón.
Volvimos a vernos porque compartíamos amigos y grupo. Desde que
nos presentaron nos sentimos atraídos mutuamente; algo extraño
e inexplicable parecía unirnos, como si nos hubiéramos conocido
de siempre, en otra existencia, en otros tiempos o quizá como si
fuéramos almas gemelas que se reencuentran por casualidad en la
inmensidad del espacio. Nos sorprendíamos al descubrir cuantas
cosas nos gustaban en común, y divagábamos sobre los caprichos
de la diosa casualidad que había hecho el milagro de que nos conociéramos.
Cuanto nos divertía hablar de estas cosas, sentados junto al río
en la noche, mirando las estrellas y fumando. Me asombraba tu vida: me
contaste que te irías a París a completar tus estudios y
quizá te quedarías allí; te conté que mi futuro
estaba aquí en el pueblo, en las tierras que mi padre heredó
del suyo y que yo heredaría algún día de él.
Me animaste a que me rebelara, que me buscara mi camino, pero no te entendí
entonces: creí que mi destino ya estaba predeterminado.
El verano fue maravilloso. Recuerdo que nuestros amigos bromeaban con
nosotros diciendo que éramos una pareja de enamorados, como si
eso debiera avergonzarnos: ¡Pobres de ellos! ¡No se podían
imaginar lo poco que nos importaba lo que pensaran de nosotros! Y todo
porque caminábamos unos pasos alejados del grupo, siempre envueltos
en risas, o en confidencias, o porque cuando bailábamos lo hacíamos
mirándonos a los ojos, ajenos a la música. O porque al final
del baile dejábamos transcurrir la noche sentados, solos, junto
al río, observando en silencio como el humo de nuestros cigarrillos
ascendía hacia el cielo y se trenzaba el uno con el otro, tal como
si se proyectase en la pantalla mágica de la noche el deseo que
sentíamos el uno por el otro.
El verano llegó a su fin y tú te fuiste sin despedirte.
Me imaginé, que no querías que sufriéramos más
con la despedida. Era mejor así. Marchar dejando que el sabor del
beso borre la sal de las lágrimas. Pero han pasado meses y yo sigo
yendo al río, y me siento donde antes lo hacíamos tú
y yo, y fumo mirando como las volutas de humo ascienden huecas, expandiéndose
en una infructuosa búsqueda de compañía. No consigo
borrarte de mi mente, ni tampoco lo deseo: y ahora sé que no puedo
estar sin ti.
Ya he tomado la decisión. Lo tengo todo preparado. No hay vuelta
atrás: mañana dejo mi casa. Huyo en tu búsqueda porque
te quiero, camino hacia ti porque me has liberado del futuro asignado,
de la soledad y del miedo.
(c) Vicente Blasco Argente
|
|