Tuyo para siempre
Apenas dentro de unas horas ingresaré en el quirófano y me enfrentaré a mi destino. Quizá así pueda alejar de mí el riesgo de una muerte súbita. Nadie lo sabe. Pero el cirujano me ha advertido que hay un riesgo de que la extirpación del tumor pueda dejarme sin memoria, y es ese temor el que me impulsa a escribirte esta carta, para que algún día puedas saber cuanto te he querido sin que tú lo hayas sabido nunca.
Creo que empecé a quererte desde el primer día que te vi, aunque pueda resultar difícil entender como un niño de apenas ocho años puede enamorarse de una niña de seis. Yo creo que hay fuerzas y hasta fenómenos inexplicables más allá de la razón y quizá mi amor por ti sea uno de ellos, porque yo estoy atado a tu persona por esa misteriosa fuerza desde aquel día que nuestras vidas se cruzaron por primera vez. Fue en la escuela, eso lo recuerdo muy bien, tú estabas en el patio junto con otras amigas con las que jugabas a juegos a los que solo jugaban las chicas, yo en la otra punta del patio, como era preceptivo en esa edad en que chicos y chicas se odian y juegan separados. Yo participaba en un partido de fútbol ocupando el puesto de portero, al que por rotación me tocaba, estaba concentrado en el movimiento de los jugadores en la pista para que no me cogieran desprevenido cuando te vi, saltabas en ese momento a cuerdas y lo hacías con movimientos tan bellos que creí tus pies no tocaban el suelo mientras tu trenza oscilaba como un látigo. Fue tal mi sorpresa que me quedé mirándote boquiabierto hasta que, claro, me metieron un gol y me gané varios pescozones por no estar atento al juego; pero ¡resultaba tan difícil dejar de mirarte!
A partir de ese día ya no te perdí la pista, el patio de la escuela, el cine, la piscina, en catequesis, porque ese año tomábamos la comunión y en las misas recuerdo que tu familia y tú os sentabais siempre cerca del púlpito, y hay una imagen de esa época que tengo grabada como una instantánea en mi mente: tu llevabas un vestido blanco y parecías brillar como un ser inmaculado y luminoso en la penumbra de la iglesia. Por entonces aún no éramos amigos, apenas te habías fijado en mí porque vivíamos en pequeños mundos que giraban en galaxias diferentes y no sería hasta la adolescencia que esos mundos convergieron y comenzamos a compartir los mismos espacios. Y fue entonces al hablarnos que descubrí el tono de tu voz, y recuerdo que pensé que no había escuchado ninguna voz más hermosa que la tuya, y que era una voz cuyo timbre conectaba directamente con mi corazón.
La adolescencia nos trajo la amistad en forma de cuadrilla, chicos y chicas
formamos un grupo y en ese entorno fue donde comenzamos a establecer los
primeros y estrechos lazos de amistad y donde el sentimiento que yo tenía
hacia ti, hasta entonces puramente intangible, se convirtió en
algo profundo y duradero, en una especie de pasión enfermiza que
me hacía pensar contigo y esperar el momento de poder verte, porque
solo estando junto a ti sentía que el corazón bombeaba con
fuerza una energía que invadía todo mi ser, me sentía
entonces locuaz, ingenioso e invulnerable. No sé por qué,
pero de todos los amigos me elegiste como tu preferido. Me contabas cualquier
chisme y compartías tus secretos, tus deseos y tus esperanzas,
sin sospechar, sin saber que ese que te escuchaba con tanta atención
o que te hacía reír con sus ocurrencias te quería
con desmesura, y hasta sufría con tus confidencias cuando me explicabas
tu atracción por el chico al que estabas decidida a entregarle
tu corazón. A ese amigo al que amabas le conocía desde la
infancia donde se fraguó nuestra amistad, éramos vecinos
y compartíamos merienda, juegos y pupitre, y también confidencias
y así supe que a él también le gustabas tú.
Yo me mantuve callado en una encrucijada dolorosa y reprimí desde
aquel mismo día mi amor ¿qué podía hacer frente
a ese destino que os había puesto uno frente al otro y tan lejos
de mí?
Crecimos juntos, influidos por la vida en aquel pueblo del interior, donde las familias se entrecruzaban entre cotilleos y viejas historias que siempre nos sonaban a nuevas. Bailamos y nos reímos, yo con cierta disimulada amargura ya que sabía que jamás podría tenerte. Aprendimos de los viejos que la vida debía vivirse con lentitud, aunque era muy difícil hacerles caso cuando uno tiene veinte años. Y sin casi darnos cuentas, él y tú estabais ya prometidos tan solidamente que hasta se formó la tradicional alianzas de familias. Se programó la boda para el regreso del servicio militar, en el que ambos, por ser de la misma edad, tuvimos que incorporarnos. Para mi, aquel tiempo de milicia, me enseñó que cuando se pone distancia a un deseo éste crece de tamaño, pero también aprendí que se amortigua el dolor y ante esta encrucijada tomé la decisión de marchar del pueblo cuando acabara mi compromiso. Antes de mi marcha asistí a vuestra boda y fue allí cuando me preguntaste qué porque me iba de allí, de nuestro pueblo al que tanto amábamos y yo te mentí diciendo que me habían ofrecido un trabajo lejos de allí, un trabajo que podía servirme para conseguir vivir de la pintura. Ese día, recuerdo, estabas dolorosamente bella, radiante como cuando eras niña, iluminada por la tamizada luz del templo bajo el púlpito de la iglesia.
Me fui de allí. Viajé lejos y me enfrenté con otro país y otra cultura. Al principio resultó muy duro salir adelante, trabajé en mil cosas y en mil fallé, pero siempre hay una oportunidad en la vida. Había tratado de ganarme la vida pintando cuadros por encargo y vivir de mis lienzos, aunque, lo cierto es que a duras penas podía pagar mi pequeño apartamento o llenar mi escuálida nevera. Algunas veces pintaba lo que quería, obra abstracta que me permitía expresar lo que en esos momentos sentía: y en esas telas afloraban mis miedos, mis sentimientos y hasta mi derrota amorosa en formas de abstractos garabatos que para mí eran como la representación gráfica de lo que anidaba en mi subconsciente, estos cuadros no los veía nadie y solo me servían como válvula de escape, como ventana que ventilara mi alma. Pero cierto los vio un amigo y me animó a presentarlos en una exposición, él correría con los gastos si yo aceptaba el compromiso de nombrarlo mi representante. No perdía nada. Inesperadamente el éxito me alcanzó como un meteorito sobre la tierra. Los críticos alabaron mi obra y de la noche a la mañana, casi sin darme cuenta, comencé a vivir de mi pintura; me volqué entonces a ella, a mis creaciones que supusieron para mí un modo de expresarme y un perfecto refugio en el que podía olvidar mi gran frustración amorosa, y así fue como me entregué a ese segundo amor, que siempre me fue fiel. El arte consiguió amortiguar el dolor que me producía tu recuerdo. Tuve alguna que otra aventura sentimental, nunca pasaba de eso, simples relaciones sin profundidad alguna que ocupaban una noche de pasión. Las pocas veces que amé lo hice pensando en ti, anhelando que los brazos que me envolvían y los labios que me besaran fueran los tuyos, porque cuando amaba te amaba a ti. Muchas veces me preguntaban por mi soltería, insinuando la extrañeza que les causaba el que una persona con éxito no tuviera una pareja con la que compartirlo, ni unos hijos con los que formar una familia, y yo sonreía cándido, amagando el secreto de mi celibato en frases banales con las que desviaba la conversación.
Creo que fue por aquella época cuando comencé a soñar contigo.
Muchas veces había soñado contigo, aunque siempre de forma aleatoria, siempre sueños agradables en los que podía desvelarte mis sentimientos y en los que tú me correspondías. Lo extraño de los sueños a partir de entonces es que se convirtieron en diarios y cada noche te metías ellos y ambos vivíamos una vida diferente. En ellos tú me amabas y yo podía acariciar tus labios para besarlos después y cada noche venías a mí y sentía tu calor y la soledad en la que vivía desaparecía por completo. En esas noches, los sueños me inundaban de felicidad y por las mañanas me despertaba feliz, con la sensación de haber estado contigo, con la sensación de que realmente te había tendido a mi lado. Comencé entonces a esperar la noche como quién espera la llegada de los regalos de Reyes, porque sabía que solo en sueños vivía para ti.
Meses después comencé a encontrarme mal. Me dolía la cabeza con frecuencia y me costaba concentrarme. Tenía frecuentes sensaciones de vértigo; al principio lo achaqué a que atravesaba una época de muchos compromisos. Un día, en una reunión mientras me estaban hablando perdí el conocimiento, apenas duró unos segundos y cuando recobré la consciencia no me acordaba de nada y continué como si nada hubiera pasado. Mi médico personal creyó que se debía a un problema de estrés, pero a los pocos días volví a sufrir otro desvanecimiento y acabé en el hospital. Tras multitud de pruebas emitieron el diagnóstico. Un extraño y maligno tumor se acomodaba en una parte de mi cerebro. Solo mediante una operación podrán garantizarme que pudiera vivir. Me costó salir del estupor. No podía creer que en tan solo un mes la vida me deparara un giro tan inesperado, pero debía tomar una decisión. Pregunté a los médicos sobre mis sueños diarios y me dijeron que era probable que fueran consecuencia del tumor, aunque no podían garantizarlo, me resistí entonces a la inminente operación ante el temor de olvidarte, pero mi vida está en peligro y mi salud ha empeorado; el riesgo de un ataque fulminante me ha obligado a tomar la decisión de operarme, aunque aún sigo debatiéndome entre el miedo a la muerte y el miedo a perderte en mis sueños. Quizá el Dios salvador, al que nunca he recurrido, me dé una oportunidad de conservar las dos cosas.
Me avisan de que van a llevarme al quirófano.
He de dejar de escribir: anoté hace ya tiempo mi decisión según sea el resultado de la operación.
Si lees esta carta es que Dios no se ha apiadado de mi. No tendré memoria y solo seré una sombra de lo que fui, pero seguirás siendo dueña de mis sueños porque yo seré tuyo para siempre.
© Vicente Blasco
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