Confesiones
Sincerarse con un desconocido es algo frecuente. Compartir un viaje en
tren, esperar un vuelo o simplemente tomar el sol en un banco del parque,
puede llevarte a conocer los secretos de alguien al que no verás
más. Quizá sea una forma de terapia que se busca de modo
subconsciente. Hablar para desahogarse sin pagar por un psicólogo
o evitar los consejos morales de un cura, eso es lo que sucede cada día,
como me sucedió aquella tarde en la consulta del médico
de la Seguridad Social.
Nadie en la sala hablaba. Unos leían revistas que, amontonadas
en una mesilla, mostraban el manoseo continuo de los pacientes, otros
permanecían con la mirada perdida en quien sabe que pensamientos,
ajenos a todos los demás pacientes. Cada cierto tiempo se oía
abrir la puerta de alguna de los despachos de los médicos y tras
ello unas voces ininteligibles que anunciaban el fin de la visita. Al
rato el doctor en cuestión, llamaba, con voz interrogativamente,
a otro paciente y de nuevo la gente de la sala volvía a sus ocupaciones:
ensimismarse en sus pensamientos o leer en las revistas los últimos
cotilleos. Así iba pasando el rato hasta que una señora,
sentada a mi lado, dejó de pasar las páginas de la revista
que ojeaba en su regazo y me preguntó qué hora era. Le dije
la hora, pero interpreté la pregunta como un modo de entablar conversación,
porque de inmediato comenzó a explicarme sus achaques de salud
y de ahí pasó a explicarme, con voz queda, una historia
que me dejó totalmente atrapado. El punto de inicio de la historia
fue que yo había concertado la visita por Internet y ella consideró
que eso era un gran invento. Entonces comenzó a contarme la historia.
Aquella mujer, cercana a los sesenta, me explicó que era hija de
un militar viudo que arrastraba a sus tres pequeños hijos en sus
destinos. Su padre se casó, en segundas nupcias, con una mujer
más joven que su madre que nunca logró adaptarse a su nuevo
estado de casada con tres hijos añadidos. La mujer comprendía
y hasta justificaba, quizá por su propia madurez, que no debió
resultarle fácil a su madrastra tener que cargar con tres hijos
impuestos a los que en el fondo no quería. Su padre debió
tomar una decisión, si quería seguir viviendo en armonía
con su nueva esposa y al mismo tiempo darle a los hijos lo que él
consideraba la mejor educación, así que ingresó a
los niños en una escuela interna; primero la enviaron a ella, que
era la mayor de los hermanos a Barcelona y a los hermanos poco después
en un centro en Baleares. El padre los visitaba cuando podía ya
que los nuevos destinos castrenses le alejaron cada vez más de
sus hijos. Tras unos años internados, los hermanos, volvieron a
encontrarse al fallecer el padre. Fue una ceremonia, que recordaba muy
triste, enterraron a su padre junto a su madre y pudo reencontrarse con
sus hermanos después de algunos años, aunque para entonces
ya eran unos desconocidos. Ella, debido a su edad, salió del colegio
interno y se independizó, encontró novio se casó
y formó su propia familia. No pudo invitar a sus hermanos a su
boda porque desconocía donde podían hallarse. A veces le
acometía un sentimiento de pena por esta rotura de la familia,
pero no intentó buscarlos, pensaba que ellos tampoco parecían
muy interesados en buscarla a ella.
Pasaron los años y un día recibió una llamada de
teléfono. Era de una entidad bancaria que preguntaba si ella era
familia de su hermana, a la que no conseguían localizar, y se trataba
de algo urgente. Extrañada, preguntó cómo habían
averiguado su teléfono y el empleado le dijo que lo intentó
cruzando los apellidos y buscando por internet. Y por casualidad la había
encontrado en la primera llamada de teléfono. Ella le explicó
sucintamente que no sabía nada de su hermana desde hacía
tiempo, pero que si era tan amable de darle el teléfono ella misma
se encargaría de llamarla por la noche. Y esa noche, un poco nerviosa
y conteniendo la emoción, la llamó. Respondió su
hermana y tras un breve titubeo al principio y explicarle el motivo de
la llamada quedaron en verse, no sin antes explicarse brevemente la situación
de cada uno de ellos. Así supo que su hermana vivía en Terrasa
y que tenía dos sobrinos, también que su hermano, el pequeño,
vivía fuera de Catalunya, en Andalucía y era padre de una
hija. Todo fue muy formal, me explicó, pese a que ella se aguantaba
las ganas de llorar por ese encuentro fortuito. Era consciente que el
alejamiento físico había producido, también, un alejamiento
sentimental.
¿Se encontraron? Pregunté, mientras deseaba que no llegara
mi turno, y entonces una sombra de amargura se dibujó en su rostro.
No fue como en los programas de televisión, me dijo, el encuentro
se produjo, pero fue frío. Se intercambiaron frases banales y solo
el recuerdo del padre prendió un punto de emoción entre
ambas. No pudo saber el porqué de la actitud de su hermana que
le pareció distante y lejana, aunque temía que se debía
a alguna cosa del pasado que no se atrevió a preguntar. Al despedirse
su hermano le prometió que la llamaría, pero ella, intuye
que tardará en recibir esa llamada.
La voz del doctor dijo mi nombre y me levanté de inmediato. Era
mi turno. Ya frente al despacho del médico me di la vuelta rápidamente
y le di las gracias, entonces ella forzó una sonrisa cargada de
tristeza.
(c) Vicente Blasco |
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