Conversión

Era el último día, el día del examen de catequesis, una semana después, tomaría mi primera comunión. Los chicos y chicas, que asistíamos a clases de catecismo, en la sacristía de la Iglesia estábamos en fila india, ante el cura, que sentado en un sillón tapizado en rojo nos lanzaba tres preguntas y nos hacía rezar una oración. Con las preguntas no tenía problema, eran cortas, y las había memorizado bastante bien del catecismo de tapas azules, tan desgastado y manoseado como los tebeos del Capitán Trueno que circulaban en el patio de la escuela. Pero lo que me llevaba a mal traer eran las oraciones, y sobre todo el “Credo”. Apenas llegaba a la segunda estrofa: “Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios…” me quedaba bloqueado. Esperando mi turno en la fila con las manos sudadas por los nervios, recé un Padre Nuestro a toda prisa, para que no me tocara el Credo. Y Dios debió escuchar mi acelerada oración, porque al llegar frente al cura con la boca seca y las manos tan estrujadas como un envoltorio de chicle respondí las tres preguntas y antes de acabar la última ya me dejó pasar a la fila de los listos. Después me di cuenta que todos estábamos en la misma fila, incluso Juanito “Alpargata” quién en la escuela apenas distinguía la a de la z y me pregunté si había sido la poderosa mano de Dios la que hacía que todos pudiéramos tomar la comunión. Claro que entonces creía en los milagros y no en la benevolencia clerical.

Al salir de catequesis alguien gritó:

- ¡Al cine, al cine! ¡Que ponen una especial para nosotros!

Y en manada, como correspondía al joven rebaño del señor, fuimos corriendo al cine Villaplana situado a poca distancia de la Iglesia. El cine nos ponía una película gratis como premio a los sufridos estudiantes de catecismo. Para mí era la primera vez que asistía al cine solo, siempre lo había hecho acompañado por mis padres o mi abuelo, así que, animado por la grey y por la indiscutible creencia de que tomar la primera comunión era el primer paso hacia la adultez, entré en el cine y me senté, junto con mis compañeros, a poca distancia de la pantalla. Como era preceptivo, las chicas estaban en otra fila, no tan alborotadas quizá como los chicos, que no parábamos de hacer aspavientos por las ansias de que apagaran las luces y diera comienzo el espectáculo.

Por fin se apagaron las luces y la pantalla se iluminó de pronto con los primeros fotogramas, la música sonó potente, silenciando la sala de murmullos y empequeñeciéndonos en nuestros asientos. La película era nada más y nada menos que “El Ladrón de Bagdad”, una superproducción británica, con el color pastel que imprimían en 1940 pero que a mi me pareció lo más reciente de la cinematografía mundial. Boquiabierto y maravillado por una película que no sabía que se había estrenado 24 años antes, me sumergí en aquel lejano oriente tan creíble de cartón piedra y admiré al ladronzuelo Abu, con más rasgos indios que árabes, por ayudar con su osadía e ingenio al protagonista, Ahmed, a enfrentarse al malvado visir. El visir tenía la mirada penetrante, quizá pon un exceso de cosméticos y rimel, y una barba puntiaguda de maléfico lucifer y como tal había actuado al arrebatar, con malas artes, el poder a Ahmed, dejarle además ciego y enviarlo, para colmo de maldad, a vivir como un mendigo. Pero el protagonista, que poseía un fino bigotillo un tanto extraño en un rostro casi imberbe, resulta ser el rey verdadero de Basora y tras enamorarse de la hija del sultán y huir con ella y ser perseguidos por el cruel visir, acabará recuperando el trono, eso sí, tras correr increíbles aventuras.

No podía dar crédito a mis ojos, aquella fantasía oriental, digna de la Mil y Una noche, fue como una explosión de imaginación y me dejó tan impresionado por sus imágenes y tan subyugado por la historia que caí, desde entonces, rendido por el cine. Fue la primera película que seguí su argumento hasta el final, porque hasta entonces apenas había visto una película entera, siempre acababa dormido acurrucado en brazos de algún adulto. En los cines de verano, donde solíamos ir acompañado por los padres, estaba más interesado en el corto de dibujos animados de Popeye que proyectaban antes de la película, junto con el bocadillo y la gaseosa, que en la película que iba después, y de las películas me gustaban sobre todo las del oeste, por los tiros y disfrutaba con las de romanos, por las batallas.

Al acabar la película me integré en la muchachada que salió excitada en tropel del recinto; unos comentaban, entusiasmados, escenas del film y otros imitaban las hazañas que acababan de ver entre saltos y carreras. En los últimos estaba yo, creyéndome ser el joven Abu y no en lo que realmente era: un ingenuo chaval a punto de tomar su primera comunión, sin saber que a partir de ese día me había convertido en un devoto feligrés del cine de los domingos, un creyente fervoroso de esa nueva religión. No lo sabía, pero me esperaban muchos domingos, con su misa de doce y cine a las cinco, hasta que un buen día, con los primeros cigarrillos Celtas Cortos, el vello oscureciéndome el labio superior y el maravilloso descubrimiento de la amistad femenina ya solo me esperó el cine.

(c) Vicente Blasco Argente