Superar el Covid, entre la esperanza y el miedoDespierto ya al alba, miraba a mi izquierda y veía el perfil de Núria en la otra cama durmiendo, y eso me tranquilizaba. Una ligera luz anaranjada y gris tamizaba la habitación y entre esa bruma y la de mi mente, alcanzaba a pensar que el amanecer es hermoso cuando estás vivo y, que, un día más en el hospital, era un día más cerca de dejar el virus atrás. Los dos o tres primeros días fueron muy duros e intensos. Habíamos ingresado Núria y yo, con carácter de urgencia, después de pasar una semana aislados en casa tras la detección de covid. En casa la evolución parecía ser normal, pero justo al séptimo día comenzó a empeorar. Nos ingresaron en el hospital a ambos en la misma habitación y comenzó el tratamiento: el sistema inmunológico se activó con una virulencia tal que dejó al cuerpo y la mente en un estado de casi hibernación. El responsable de este estado el virus y la inflamación neumológica cuando el sistema inmunólogo reacciona, desatando un huracán, a cuyo paso arrasa con todo. Solo cabía esperar, con ayuda de corticoides, oxígeno y antibiótico, que el cuerpo respondiera a esa tormenta y que poco a poco amainara. Los sanitarios entraban con su protección de máscaras dobles, pantallas, batas de plástico, gorro y cubre zapatos, que abandonaban al salir en un recipiente de residuos que había en la habitación. Nada de lo que entraba podía salir al exterior. Su atención, siempre esmerada y cálida, quedaba amortiguada por las protecciones: solo podía ver los ojos y me esforzaba por interpretar los gestos que nos prodigaban. La doctora Georgina, quien más tiempo pasaba con nosotros, nos proporcionaba más contacto humano lo que la hacía más humana y cercana. Solía sentarse junto al paciente, acariciaba o apretar nuestro hombro, nuestras manos, y hablaba y nos escuchaba un rato, creando así un vínculo de afecto que se acrecentaba por la necesidad que los pacientes, en esa extraña y desconocida situación sufren. La doctora se ocupó, los primeros días de hablar con la familia, sabía que nuestro estado físico y mental no facilitaba la comunicación sobre todo de cómo evolucionaba la enfermedad. El estado que se experimenta en una situación así, con una enfermedad desconocida que no se sabe cómo evolucionará, y con un estado físico y psíquico tan en mínimos, es que la mente entra en una fase de abandono, de dejarse llevar, y aun siendo consciente de su vulnerabilidad, el temor queda diluido, amortiguado, y solo se ocupa de las cuestiones de supervivencia: dormir, comer y respirar. Es como si el hipotálamo, el órgano del cerebro encargado de regular las funciones básicas, como, los ciclos de sueño, la temperatura del cuerpo, el hambre y el ánimo, tomara el mando del resto del cerebro con el objetivo de ahorrar energía y superar la crisis. Durante los primeros días yo no tenía hambre, muy poca, solo quería alimentos líquidos y Núria me daba sus purés y sopas y se comía el resto. Yo bebía mucha agua y sudaba por las noches de tal modo que, varias veces, tenían que venir a cambiarme la ropa de la cama. Poco a poco comenzamos a sentirnos mejor. Dejó de dolerme la cabeza y me quitaron el oxígeno aunque experimentaba un gran cansancio. Núria iba unos días adelantada y se esmeraba para que yo me esforzara en salir de la tormenta; en su enérgica voluntad me invitaba a utilizar la mente, pero a mí no me respondía, ni siquiera la voz, que me quedó reducida a un suspiro. Durante el día, cuando ya estábamos mejor, solíamos ponernos en la misma cama. Al personal sanitario les hacía gracias y bromeaban con ello. La verdad que a mí me gustaba dormirme entonces a su lado, mientras veíamos la televisión (que a mi parecía una pecera sonora). Me daba tranquilidad tenerla allí, junto a mí, notando su calidez y su respiración. Me costaba mucho hablar y cuando llamaban mis hijas por teléfono era siempre ella la que contestaba y yo apenas me ponía. Una tarde recibí una llamada de mi nieta Mar, y como si fuera un hechizo, al oír su voz me inyectó una extraña felicidad, una mezcla de emoción y de nostalgia por no poder abrazarla y a punto estuve de que me embargara el llanto. Los días fueron pasando y fuimos mejorando. Habían transcurridos doce días, y nos dieron el alta. Fue un día emocionante porque al salir los sanitarios nos aplaudieron a Núria y a mí. Ambos lloramos de agradecimiento, porque aquellas personas anónimas, a la que solo veíamos sus ojos y sus gestos, nos habían cuidado, con entrega y profesionalidad, durante esos días de miedo e incertidumbre, días que ya no olvidaremos jamás. Cogidos del brazo, y a pasos breves y lentos nos alejamos del hospital. Quedaban unas semanas de convalecencia, con una fatiga que se resistiría a marchar, pero íbamos juntos, de nuevo, caminando hacia el futuro, tras una experiencia que nos enseñó el valor de pareja, el valor de tener unas hijas tan valientes y resolutivas, el valor de la familia, la amistad, en definitiva, el valor de la vida.
Vicente Blasco. Marzo 2021 |
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