El abuelo Vicente

Durante muchos años mis padres y mis hermanos compartimos la misma casa de mis abuelos Vicente y Anafé, hasta que nos fuimos a vivir al piso que se construyó encima del taller. De aquel tiempo guardo un recuerdo muy especial de mi abuelo Vicente (a él debo mi primer nombre) al que le llamábamos cariñosamente “el yayo”, aunque en el pueblo quizá fuera conocido por dos cosas: su mal genio y su apodo “Migas”. De porte alto, delgado y fibroso, con su tez morena y rostro arrugado por el sol, tenía unos ojos pequeños y brillantes en un rostro enjuto del que sobresalía su enorme nariz aguileña; el pelo canoso que cubría toda su cabeza lo llevaba corto: que él mismo se lo cortaba ante un espejo y peinaba hacia atrás. Madrugaba para ir al campo y se preparaba el desayuno, que consistía casi siempre en “gachas”: una especie de sopa hecha con harina y agua a la que le añadía trocitos de bacalao o tocino, otras veces se cocinaba sus “migas” de pan frito, haciendo honor a su apodo, un apodo que había heredado de su familia, ya que al parecer fueron muy aficionados a este humilde plato.
Había nacido a finales de siglo, hacia 1898, en el seno de una modesta familia de jornaleros agricultores. Mi abuela, por el contrario era de una familia un poco más acomodada ya que tenían un oficio: eran jalmeros (guarnicioneros) que confeccionaban correajes y aparejos para las caballerías, lo que les daba una posición más elevada en aquella sociedad rural de principios de siglo. No es extraño pues que la familia de la abuela no viera con buenos ojos el noviazgo con un “jornalero” y se mostraran opuestos a la boda, oposición que resultaría totalmente inútil conociendo el carácter de la abuela Anafé. Tras la boda se trasladaron a Barcelona “a hacer fortuna” y allí se establecieron durante años, trabajando los dos con un único objetivo: regresar al pueblo y demostrar a la familia que no necesitaban nada de nadie. En aquella ciudad lejana de su pueblo natal nacería su única hija, mi madre, que sería criada como una auténtica señorita bien.
Una vez establecidos en Barcelona, la abuela, que sabía cortar y coser bien, pronto se pondría a enseñar “corte y confección” a un nutrido grupo de jovencitas deseosas de hacerse su ajuar, mientras que el abuelo trabajaba en dos sitios bien distintos a la vez: por las mañanas ejercía como jardinero en el colegio de monjas las Salesianas de Sarrià en la parte alta de Barcelona, donde estudiaría mi madre y por la tarde hasta bien entrada la noche, como obrero en una fábrica de cerámica situada en el barrio de las Tres Torres, no muy lejos del colegio. Cuando regresó a Navarrés ya acabada la guerra, compró la casa, una caballería y tierras que cultivar, comenzando de nuevo su vida en el pueblo junto a la “yaya” Anafé y su hija Anita. La idea que tenía de la agricultura era tradicional: cultivar la tierra para vivir de ella de una manera modesta. Obtenía lo que necesitaba la familia para su sustento: patatas, verduras, frutas, legumbres, aceitunas, y cultivaba, también otras cosas como cebollas, tabaco, trigo etc. que vendía siempre a pequeña escala, lo suficiente para proporcionarle unos ingresos económicos adecuados para vivir con la comodidad habitual en las circunstancias de aquella época. De sus aceitunas obtenía aceite para todo el año (el que sobraba lo vendía), de su harina la “yaya” fabricaba pan, un pan redondo y compacto que solía permanecer blando toda la semana. Criaba gallinas, conejos y un cerdo al año, cuya matanza les proveía de embutidos para todo el año. En épocas de abundancia freían la carne y la conservaban en aceite: “el jarrón” que llamaban ellos. Comían poco pescado, casi siempre en salazón, arenques y bacalao, y el poco pescado fresco que alguna vez consumían eran las sardinas que vendían en el único establecimiento que había en el pueblo el de “El sardinero”. La abuela cocinaba con carbón o leña, así que otra de las tareas del abuelo consistía en fabricar carbón. Este trabajo le llevaba varios días y lo hacía siempre en el campo, donde construía una montaña de leña que cubría con tierra, dejando solo un orificio en la parte alta, después prendía fuego en su interior y con la combustión lenta se obtenía el carbón. Este proceso que duraba varios días y noches obligaba al abuelo a permanecer junto a la carbonera durante todo este tiempo. Me encantaba ir a visitarle mientras hacía el carbón, nos sentábamos alrededor de la carbonera caliente y yo le atosigaba para que me contase “cosas de antes…cosas de la guerra”. Y él sonreía un poco, y esa sonrisa le hacía salir de sus silencios y entonces me explicaba todo lo que yo quería oír.
Solía contarnos muchas cosas de su vida en Barcelona, pero casi siempre su tema favorito era las privaciones que pasaron durante la guerra, y pese a que sus relatos tenían siempre un fondo dramático (la vida en aquella época lo era) lo contaba todo con barniz irónico, con un sentido del humor de niño grande, ingenuo e inocente: como si todo lo pasado sólo fuera un cuento con final feliz. Su relato favorito se situaba en los años del hambre, cuando iniciada la guerra el abastecimiento de la ciudad era exiguo y había carencia de casi todo. Aunque a ellos no les faltó de nada (venían de un de pueblo donde ya habían aprendido a luchar contra la escasez y el hambre) no sucedía lo mismo con los hambrientos obreros de la fábrica de cerámica; que esperaban cada día con impaciencia la llegada del abuelo porque les llevaba, en ocasiones, comida que conseguía del convento de monjas: un saquito de arroz, un poco de aceite, algo de carne. En los días más duros de la penuria, hasta logró cocinarles alguna paella nocturna que los obreros engullían con deleite; por aquellas mismas fechas las monjas se quejaban al abuelo de la misteriosa desaparición de los gatos que pululaban por los jardines del colegio…
Pero el buen corazón del abuelo también se manifestó con las monjas durante los días de la persecución religiosa y la quema de conventos. A muchas de ellas las ayudaría a escapar de Barcelona. Vestidas de paisano, las acompañaba hasta el puerto donde cogían un barco con destino a zona segura. En alguna ocasión habían sido interceptados por patrullas de la FAI que rondaban por el puerto buscando fascistas que huían de la ciudad, pero mi abuelo sacaba con tranquilidad su carnet de obrero afiliado a la CNT, al igual que sus compañeros de la fábrica, y los milicianos les dejaban pasar sin problemas. Ahora al escribir estas líneas, me doy cuenta del extraño azar del destino, que había unido a monjas y obreros de la CNT a través del abuelo Vicente, y como sin ser conscientes de ellos ambos grupos se habían beneficiado mutuamente.
Había otra ciudad que mi abuelo nos recordaba con nostalgia: Sevilla, en la que vivió tres largos años cumpliendo el servicio militar y donde llegó a tener una hermosa novia andaluza. Recordaba con un punto de orgullo que los militares pretendían que se reenganchase “porque el cabo Vicente era disciplinado y sabía mucho de números”. Y ciertamente su única afición era hacer números. Cuantas veces le había visto sentado en una tarde de lluvia junto al fuego o un domingo bajo la higuera del Llano, hacer largas columnas de números, garabateando en cualquier tipo de papel, puestas sus gafas de concha y aprovechado un trozo de lápiz que apenas sobresalía de su mano. No se le conocía vicio alguno: no bebía ni fumaba pero era muy goloso; le encantaba un plato que muy pocas veces comía: arroz con leche. Yo creo que jamás se permitió complacerse así mismo, no sé si por mentalidad de ahorro o mansedumbre ante la dureza de la abuela, que era quien controlaba todas y cada una de las cuestiones domésticas. Algunas veces la abuela preparaba con el pan seco unas tortas de pan frito con leche y azúcar que él paladeaba con placer. Pero nada comparado con el día de su santo (y el mío) entonces mi abuela preparaba unas deliciosas pastas hechas con cacahuete o almendra cuyo aroma permanecía durante días enriqueciendo el ambiente. Y en Navidad los turrones caseros, garrapiñados con almendras y azúcar quemado, con palomitas y miel; el abuelo alcanzaba entonces un estado de éxtasis igual que un niño el día de reyes. A veces cuando venía a nuestra casa sobre el taller, mi madre que lo sabía goloso le decía: “¿Padre quiere un café con leche?” Y él, que era incapaz de pedirlo, aceptaba con una sonrisa picara y cogía aquel enorme tazón de café con leche, sospechosamente corto de café y largo de leche condensada y lo acompañaba, eso sí, con un puñado de galletas María que mi madre siempre tenía a punto.
Era legendario su apetito insaciable y sus enfados. Cuando se enojaba por algo maldecía sin piedad con una cólera digna de un dios griego. Poseía una sorprendente y temible fuerza física capaz de alzar elevados peso, o en uno de sus arrebatos de cólera derribar al mulo en un puñetazo. Pero en realidad era todo puro artificio, humo, carton-piedra, apariencias, porque sus enfados y juramentos se acababan de inmediato, desinflándose como un globo, cuando la abuela Anafé le echaba una de sus gélidas miradas y pronunciaba de inmediato su nombre de forma imperativa: “¡Vicente!” y la furia abrasadora del abuelo se apagaba de golpe, como por arte de magia.
Nunca manifestó ideario político o religioso. Era una persona poco habladora, de planteamientos sencillos, que le gustaba el orden y que contaba con una cierta admiración la dictadura de Primo de Rivera que al alcanzar el poder “acabó con todos los vagos y delincuentes del país”. Él sólo quería trabajar en paz y nada más. Tampoco frecuentaba mucho la iglesia, salvo entierros o bautizos, pero asistía cada año a la procesión del Cristo de la Salud, patrón del pueblo; se engalanaba con las mejores ropas que tenía, se calaba su mejor boina y así, caminaba erguido con aire serio y marcial en aquellas largas filas iluminadas por las velas que ascendía a la Ermita. Yo, que era por entonces monaguillo, le miraba de reojo al pasar y le veía recogido y devoto, y esto me conmovía porque era un comportamiento que ignoraba de él.
Hay otro recuerdo especial de cuando yo tenía 5 ó 6 años y nos llevaban al cine de verano. Mi padre cargaba con mi hermano Tomás y a mí me llevaba el abuelo. Subido a su espalda y agarrado a su cuello, desde aquella altura uno se sentía confiado y tranquilo hasta me dormía allí arriba, mecido por la cadencia de sus pasos. Y me viene a la memoria el tacto de sus poderosas manos que eran duras y secas, estaban curtidas por a la azada y el arado, eran unas manos dignificadas por el trabajo, cuyo contacto te transmitía la verdadera esencia de su ser: un ser sencillo, ingenuo e inocente.
La última vez que le vi fue en su lecho de muerte, aquejado de una hemiplejía que se le había llevado el habla y el conocimiento. Permaneció así durante meses hasta que murió. Yo le hablaba: “¡Hola Yayo!... Soy su nieto Vicente ¿se acuerda de mí?”, y él solo sonreía candorosamente, y yo intentaba recordarle algún pasaje de su vida: “… ¿Se acuerda Yayo de su novia Sevillana?” Y él abría entonces su boca y sus pequeños ojos y me miraba esforzándose en entender, en recordar, y a veces, de repente se producía como un destello en su mirada, como si en la oscuridad de su mente centelleara un recuerdo y entonces lloraba en silencio, sin apenas hacer ruido, dócil, tal y como siempre había vivido.

(c) Vicente Blasco Argente

 

Mi abuelo Vicente me lleva de su mano en la Procesión. Detrás mi padre.