El
cazador soldado
Los doce soldados y el cabo suben a la caja del camión y se distribuyen
en los asientos de dos filas. El sargento es el único que sabe adonde
van mientras que los solados, con caras soñolientas tras haber sido
despertados a las cinco de la mañana, creen que van a otra de las
muchas maniobras y ejercicios a que les tienen acostumbrados. El camión
va precedido de otro camión y varios coches militares más
pequeños. De todos los soldados que viajan en silencio, solo Urbano
García, de León, de tez morena que da color a un rostro seco,
campesino, sospecha algo que le oprime el pecho; está convencido
de que el pelotón del que forma parte es en realidad un pelotón
de ejecución a punto de entrar en servicio.
Varios días antes, en el campamento militar donde Urbano García
presta su servicio militar, el veterano cabo furriel Ginés Alfaro,
conocido del soldado por ser del mismo pueblo, le ha confesado algo inquietante:
hay un soldado recluso en los calabozos del cuartel, el furriel ha tenido
que proporcionarle sábanas y mantas, se halla con vigilancia extrema
por la policía militar, noche y día y Ginés cree saber
quién es el misterioso preso: ha averiguado que unos días
antes la justicia militar le ha juzgado y condenado. La historia se remonta
a un mes antes, cuenta Ginés, el ahora condenado se hallaba disfrutando
un permiso, cuando al parecer no se le ocurre otra cosa que asaltar un
estanco. Según dicen ya tenía antecedentes por pequeños
hurtos, el caso es que durante el robo, le entra una ataque de ira y acuchilla
a la dueña y su hija. Mata a las dos y el asesino regresa a su pensión
tan tranquilamente, pero pronto es descubierto y detenido por la policía.
Al estar haciendo el servicio militar pasa bajo su jurisdicción
y en juicio sumarísimo es condenado a morir fusilado. Le consta,
continua el cabo furriel, que la prensa no se ha hecho eco de la noticia,
pero además, añade el cabo, dando a su relato un punto más
de misterio, alguien de capitanía le ha informado que ya han avisado
a los familiares y que la ejecución va a ser inminente.
El soldado Urbano García medita todo esto en el camión,
a las cinco y media de la mañana, arrebujado en su capote y apoyado
en el Máuser que descansa vertical entre sus piernas. Mira los
rostros de sus compañeros que van despejando la modorra a base
de encenderse cigarrillos; apenas unos minutos antes les han dado un
tazón de
café con leche, muy pobre de café y un bollo del día
anterior. Nadie habla, ensimismados y lentos, los soldados basculaban
al ritmo del camión, que parece haber enfilado un camino de tierra.
Urbano ha sido el último en incorporarse al pelotón especial
de tiradores tras su periodo de instrucción básica. Los
compañeros
le habían dicho que era un chollo de destino porque se pasaban
el día rebajados de servicio y pegando tiros por el monte. De
hecho la compañía a la que ha sido destacado es la de 2º de
fusileros, y concretamente en un pelotón de especialistas de tiro,
un destino que en caso de guerra se convierten en francotiradores.
Tiene buena puntería Urbano García, algo innato en un excelente
cazador como él. Pastor en las sierras de León, acompaña
desde muy joven a su padre y otros pastores con el rebaño de ovejas
en las largas travesías de otoño que van desde los valles
y montañas de su tierra, a las áreas más benévolas
del levante en busca de pastos. En estos éxodos debe proteger
a las ovejas y proveerse de algún alimento durante la marcha:
faisanes, tordos o conejos, lo que se tercie. Siempre es Urbano el encargado,
con
su afinado ojo y su estable pulso, de proporcionar a los pastores la
dieta más apreciada, que es a base de carne de caza. Ahora entre
vaivenes del camión, el joven cazador, echa de menos esas noches
al raso y el olor a leña ardiendo en fogatas, que tanto servían
para calentarse como para proporcionar brasas para la cocina. Alguna
noche,
los pastores son despertados por el ladrido angustioso de los perros,
las ovejas se amontonan formando un círculo compacto que encierra
su propio miedo. Y es entonces cuando todos miran a Urbano y él
comprende: se pone la zamarra coge su escopeta y sale a otear, para que
los lobos
que merodean por allí no tengan ninguna oportunidad. Alguna vez
ha debido enfrentarse a ellos, como aquella vez que salió a la
caza de un enorme jabalí que amedrentaba a los vecinos, Urbano le siguió el
rastro durante horas hasta llegar a una alberca donde el animal bebía
agua. Se apostó en un lugar cercano, tapado con su manta y cubierto
de ramajes y allí pasó varias horas estático, al
acecho, a la espera, con los sentidos alerta y el dedo en el guardamonte
del gatillo.
Al amanecer apareció la bestia. Cuando lo tuvo a tiro apuntó en
la cabeza: era el sitio más vulnerable, ningún animal merecía
sufrir y en cualquier otro lugar podía solo herirlo. Como si presintiera
el acecho, el jabalí, levantó su hocico y se lanzó hacia
el extraño bulto donde se encontraba Urbano agazapado. Este se
puso de pié como un resorte y apuntó su arma buscando el
mejor ángulo
de tiro, lo tenía ya a pocos metros, podía escuchar los
resoplidos de furia de la bestia. Aguantó la respiración
para inmovilizar el cañón de la escopeta, en el punto de
mira la frente del animal, entre ojo y ojo, y un segundo después
apretó el gatillo.
Un estruendo. El animal cayó abatido, frenado en seco, envolviéndose
sobre si mismo por la inercia de su peso.
Los vehículos militares paran y el sargento hace bajar a los soldados.
Forma al pelotón y los dirige a una explanada. Justo enfrente hay
un parapeto de hormigón y un poste, que revela a los soldados la
verdadera naturaleza del viaje. A uno de los soldados le sobreviene un
temblor histérico que el sargento le ataja con un grito colérico,
después el suboficial saca una botella de coñac y obliga
a cada soldado a beber un buen trago. Entre tanto varios oficiales, en
traje de bonito y un sacerdote con su negra sotana forman una fila a la
derecha del poste. Urbano alcanza a ver por el rabillo del ojo al reo que
lo bajan de la caja del otro camión entre varios soldados. Parece
borracho o drogado. Lo llevan en volandas hasta poste donde lo atan. Un
teniente se hace cargo del pelotón y sitúa a los soldados
justo al frente del poste donde el condenado parece no enterarse de nada.
El sol comienza a salir justo detrás de ellos.
Una muerte así es deshonrosa para el que muere y pare el que mata,
piensa Urbano; en unos minutos dispararé sobre un hombre, no un
animal a los que está acostumbrado abatir y eso no le gusta. Pero
el alcohol empieza a hacerle sus efectos y con el calor una bruma le
nubla el pensamiento. Ahora solo quiere acabar cuanto antes. El sargento
carga los fusiles de los soldados uno a uno, con una sola bala y en uno
de ellos, al azar, coloca la bala fogueo. Así todos tienen la posibilidad
pensar que su bala no será la que mate al reo: es un mero artificio
cuya intención es eximir de culpa a los soldados. El sargento
devuelve los fusiles a cada soldado, muchos de los cuales tienen el color
de la cera. Es ahora el teniente quién se dirige a los soldados,
con la pistola empuñada en una mano les habla en un susurro cargado
de amenazas: “Procurar apuntad al corazón. Comprobaré las
armas y sí alguno de vosotros no dispara, yo mismo os pego un tiro.” Los
soldados asienten. Otro oficial lee la sentencia. El reo se agita en esos
momentos en el poste, como si tomara conciencia de lo que le va a ocurrir.
Silencio. El teniente grita: ¡Pelotón! Apunten. Los soldados
alzan las armas. Urbano cesa su respiración y apunta cuidadosamente.
Pelotón ¡Fuego!
A Urbano le viene a la mente, como un fogonazo, la imagen del jabalí que
una vez mató en el monte. Nadie merece sufrir piensa y dispara.
Se oye el estruendo de las descargas y el reo cae hacia atrás
chocando con el poste y cayendo de costado, la cabeza ladeada. Un enorme
boquete
rojo aparece en el pecho del cadáver, aunque el rostro se halla
intacto. El teniente ordena descanso y media vuelta al pelotón,
que gira al unísono. Los soldados parecen respirar aliviados y
regresan al camión, todos están marcados por una experiencia
que no olvidaran jamás, y entre ellos se extiende el silencio
que impone la vergüenza. Acaban de matar a un hombre. A Urbano se
le ha quedado en la retina la imagen del reo abatido y por eso mismo
sabe que él
es el único de todos los soldados del pelotón que llevaba la bala
de fogueo.
(c) Vicente Blasco Argente
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