El día de Todos los Santos

El día de todos los Santos el cementerio se llenaba de flores.

Cada año, en esa fecha, iba a pasearme por allí, a veces me acompañaba mi primo o algún amigo que sentía la misma morbosidad infantil que yo. Deambulábamos mezclados entre las gentes que discurrían por los senderos que bordean las tumbas y los nichos, la mayoría portaban ramos en búcaros. Yo curioseaba las lápidas que mostraban grabados en el mármol, nombres y fechas, y en muchas de ellas figuraba también una pequeña foto con el rostro del difunto enmarcado en un aro metálico. Por mi edad conocía a pocos de los allí enterrados y mi interés se basaba en encontrar algún conocido, fallecido recientemente: los abuelos de algún amigo, el padre de una amiga, o algún pariente de los que no alcanzaba a tener memoria, como mis abuelos paternos o mi tío, Pablo, el que murió por la guerra. Alimentaba mi vanidad explicando a los amigos que mi abuelo allí enterrado era quien había construido las rejas metálicas del cementerio.

Caminaba en silencio embargado por el respeto que mostraban todos los que visitaban el cementerio, y al hablar, con mi amigo, lo hacía en voz baja, como para no molestar a los que reposaban. En los bolsillos llevaba alguna de las castañas que había conseguido pidiendo “La hora del quijal”, vieja tradición que consistía en que ese día los niños llamaban a las casas para que les dieran cosas de comer: frutos secos, boniatos, granadas o mandarinas, productos todos con los que hincar el “quijal” y que suponía una metáfora sobre la necesidad de que los vivos sigan disfrutando de la vida. Acaricié las castañas de mi bolsillo pero no me atreví a comer ninguna, no me parecía adecuado, en aquel lugar de silencio y recato. En un extremo del cementerio estaba el osario sobre el que construíamos historias imaginarias, que si allí estaba enterrado un guerrillero muerto en el monte, que si allí se cayó una vez un vecino y desde entonces se volvió loco, historias que nos gustaba contar para darnos miedo o importancia, bajo un algarrobo frondoso al que escapábamos para fumar los primeros cigarrillos.

Ese día la luz de noviembre era limpia, el color de las flores parecían refulgir como si emanara luz propia de ellas y su aroma se desplegaba entre el tomillo y el romero. Ese entorno que me pareció tan hermoso no impidió que me sorprendiera ver a una mujer que sollozaba ahogadamente frente a la lápida blanca de un niño. Con un pañuelo en la mano se tapaba la boca en un vano intento de amortiguar el llanto. Pasé a su lado, y de reojo observe la foto del niño que debió morir con apenas dos o tres años, quizá victima de alguna enfermedad. Por un momento me asaltó la terrible idea de que la muerte podía alcanzar a una persona joven, y esa constatación, me sobrecogió. Mi abuela Anafé me había dicho que nadie escapaba a la muerte, que todos estamos predestinados a morir, pero esas palabras, que siempre me parecieron algo ajeno y lejano, tomaron de pronto un sentido real: frente a aquella lápida y aquel mujer que lloraba sentí pena, se me anudó el estómago y la garganta se me cerró con una argolla férrea. Caminé unos pasos hasta recuperar la serenidad y decidí poner punto final a mi visita.

Al salir del cementerio, aliviado ya por la presión de lo que acababa de ver, me crucé con Cándida, una vecina del Pontet, que subía con su ramo de flores. Al verme me saludó como siempre lo hacía con su sonrisa ancha y alegre:

- ¡Chico!¿No has venido a pedirme “el quijal”?

Y concluyó con el gesto de llevarse la mano a la boca.

- ¡Que os tengo preparado un saco de cosas a ti y al Tomi!.

- ¡Gracias Cándida, pasaremos antes de comer! ¿Vale?

- Cuando queráis queridos.

- ¡Adiós Cándida!

Me alegré de saber que Tomi y yo aún podíamos recoger más cosas. Me dispuse a bajar los peldaños del cementerio y entonces me vino a la memoria que esa tarde hacían una película del oeste en el Montecarlo. Qué bien, pensé y comencé a descender, trotando alegre, por el camino que llevaba al pueblo ante la perspectiva que me esperaba esa tarde, y entonces me acordé de las castañas de mi bolsillo. Veloz como un rayo cogí una de ellas y le di un primer mordisco. No sé si fue el sabor de la castaña, la noticia de Cándida, el cine que me esperaba, o el sol de otoño dándome en la cara, pero de pronto me sentí feliz, muy feliz y lleno de vida.

(c) Vicente Blasco Argente