El duelo

Parecía que el tiempo amenazaba lluvia, encapotado y gris, con ásperas ráfagas de viento que fustigaba la ropa pegándola al cuerpo. Era una delicia correr a contraviento luchando por vencer su resistencia y sintiendo el golpeteo de la cartera sobre la espalda. Javi corría en cabeza del grupo, sus zancadas gigantescas avanzaban más que nadie, después de él Migue le iba a la zaga, con el rostro púrpura por el esfuerzo y tras ellos a distancia, jadeantes y chillando por la excitación de la carrera todos los demás, los últimos Tonet y yo. Tonet tiraba de mí con furia, arrastrando mi fatiga y acelerando mis cortas piernas y maldecía que lo llevara cogido de la mano. “¡Suéltame! ¡Suéltame! ¡Qué los pillo!” gritaba, y yo ajeno a sus demandas cumplía con la orden de no soltarlo.

La carrera era algo más que un reto de esos que se hacen al salir de la escuela y que consistía en manifestar la virilidad con frases como “¡Mariquita el último!”, oído lo cua,l salíamos todos en tropel hacia la meta: la fuente de la Plaza de la Iglesia, ahogando nuestras propias risas y en un alboroto tal, que más de una vecina nos reprochaba nuestra conducta con palabras más que gruesas. Ese día el reto era especial. En realidad era un duelo porque había una chica en disputa de por medio. Eva era la chica en cuestión: a su cabello, exóticamente rubio, entre las chicas del pueblo, se añadía su dulce acento francés. Era hija de emigrantes y vivía con sus padres y hermanos en un pueblo del sur de Francia, ese año, por cuestiones desconocidas para nosotros, tras las vacaciones de verano se quedó con sus abuelos en el pueblo y comenzó el curso en la escuela. Era una chica simpática y desinhibida y pronto se ganaría el aprecio de los chicos ya que no le importaba mezclarse con nuestros juegos. A veces, Eva, abandonaba la zona de las chicas, donde se jugaba juegos tranquilos y sosegados y osaba atravesar el patio hasta llegar al territorio de los chicos. Allí, unos, se entrecruzaban corriendo en varios partidos de fútbol jugados en el mismo campo, otros, se batían en veloces carreras de una punta a otra del patio y el resto, nos congregábamos alrededor de quienes medían sus fuerzas en combates de lucha libre. Cuando Eva aparecía en nuestra zona se interrumpían las actividades a medida que se acercaba, como si una reina descendiera al patio de armas y sus súbditos de pronto, pararan en señal de respeto. Sus incursiones tenía la virtud de producir en muchos de nosotros una extraña transformación: de sencillos y modestos pasábamos a presumidos y altivos, y alguno hasta experimentaba en su espíritu el carácter del gallo en el gallinero. Y eso fue lo que pasó con Javi y Migue.

Javi, apoyado en la pared, tras un cansado partido, decía con aire de suficiencia a los allí reunidos:

— Eva habla conmigo más que con ningún otro chico de la escuela. Somos amigos y estoy seguro que será mi novia.

A Migue, apoyado a su lado, las palabras de Javi le molestaban y respondía:

—¡ Bah! claro que te habla más que a nadie ¡porque sois vecinos! ¡Pero es a mí a quién mira cuando baja al patio! Y si no fíjate bien— y señalaba a un lugar impreciso del patio —¡Ella siempre, siempre, me mira!

Estas apalabras de Migue las completaba con la afirmación de que estaba seguro que lo mismo que sentía por Eva, ella lo sentía por él.
Los constantes encontronazos entre Javi y Migue por los favores de Eva, amenazaban con romper una amistad de siempre, hasta entonces habían sido amigos que competían en el mismo equipo de fútbol y se sentaban juntos en el cine para ver la película del oeste de los domingos por la tarde. Muchos de nosotros comprendíamos que de no suceder un milagro los dos amigos acabarían mal. El milagro apareció gracias a la intervención de Xusquet, el monaguillo, al que todos respetaban porque no solo era el mayor de la clase, sino que era quién más goles metía, más rápido corría y a quién el cura le otorgaba el mismo poder que a un sacristán. Xusquet les habló mientras esperábamos para entrar en la escuela. Propuso a Javi y Migue dirimir sus problemas con una carrera: quién antes llegara a la Plaza ganaría y podría considerarse futuro novio de Eva, mientras que el perdedor se comprometía a no interferir en esa relación. Sellado el acuerdo se decidió hacer la carrera esa misma tarde.

Al salir de la escuela esa fría tarde de otoño en que el viento mordía los rostros y las nubes amenazaban con lanzar su carga, se inició la carrera. Javi y Mique inmóviles en posición de salida esperaban la orden de Xusquet, y el resto de la clase, a unos metros, ansiosos por ver el espectáculo:

— Preparados, listos…¡ya!

Salieron los corredores disparados, y tras ellos el resto del pelotón jaleando a sus amigos. La veolocidad que imprimieron a sus piernas era como si les fuera la vida en ello, sorteaban a las gentes con rápidos movimientos de zig-zag y rozaban las paredes peligrosamente en los giros de las esquinas. Cada vez fueron alejándose más y más del pelotón, que a duras penas podía seguirlos. A mi me tocaba ese día llevar de la mano a Tonet porque así se lo había prometido a su madre, y pese a sus esfuerzos por arrástrame y seguir al grupo llegamos los últimos a la Plaza. Por fin al alcanzar la meta, pude dar respuesta, medio ahogado por el esfuerzo, a la insistente pregunta de Tonet “El ciego” que no paró de mortificarme durante toda la carrera:

—¿ Quién ha ganado? ¿Quién ha ganado?

Con el aliento entrecortado pude contestarle:

—¡ Ha ganado Migue! Tonet…Ha ganado Migue …

Calló un momento con su mirada perdida y orientando su rostro hacia el jaleo que provenía de la fuente. Después dijo:

—¿ Tú crees que volverán a ser amigo?

Yo también callé durante un momento para pensar la respuesta:

— No lo sé, Tonet, eso, no lo sé…

Y allí acabó el duelo.

Comenzó a lloviznar y el agua nos obligó a correr en busca de refugio, quedando la fuente vacía. Eva no llegó a saber quién sería su próximo novio, aunque tampoco creo que le importara mucho. Lo cierto es que pocos días después sus padres la reclamaron y regresó a Francia y nada de ella supimos hasta el verano siguiente, aunque para entonces Javi y Migue volvían a ser amigos.

(c) Vicente Blasco Argente