El fotógrafo

Siempre pensó que algún día regresaría al pueblo, cuando ya los años pesaran y los tranquilos días de jubilación trascurrieran con las mínimas obligaciones, salvo las de ir a comprar el pan, en un largo paseo interrumpido por la charla trivial de los vecinos, o las partidas de dominó en el casino,  al atardecer, bajo las aspas silenciosas de un vetusto ventilador de techo. Siempre pensó que en este refugio del otoño de su vida estaría acompañado de Marisa, ella y su sonrisa, ella y su mirada de ojos verdes, tan certeros para las buenas fotos, ambos en aquella tierra tan desconocida como añorada.  Y ahora él, solo, tras superar el peor bache de su vida, había vuelto a ese pueblo, a sus orígenes, como siguiendo un ciclo vital que se cierra inexorablemente.

Pocos sabían quién era en realidad, cual había sido su profesión y porqué ahora, con la barba encanecida por los años, servía cafés y cervezas tras la barra de un pequeño bar, a la espera de la jubilación. Allí servía a pacíficos agricultores, sabios en su rudeza o a engreídos y necios, que acudían al bar a tomar sus vinos o cervezas, entre partidas de dominó, o a comer su bocadillo durante la parada obligatoria del desayuno. Con algunos de aquellos parcos clientes cruzaba algunas palabras y en sus menguadas conversaciones a veces, era interrumpida porque algo  se le iluminaba en su mente: de inmediato sacaba su máquina dispuesta siempre en la trastienda, y allí, a contraluz o  buscando un ángulo propicio, los fotografiaba, ajenos ellos, por completo, a la calidad de aquellos retratos que capturaban arrugas y miradas, poses o gestos, que decían más de la peculiaridad humana que algunos sesudos tratados de antropología. Nadie sabía que ese gesto de coger la máquina de fotografiar le había devuelto la esperanza, abandonada tras la trágica muerte de Marisa. Nadie sabía que desde que ella desapareció de su vida él había aborrecido tocar cualquier objeto que le recordara la fotografía: no tocaba ni la muy completa Nikon, ni la pequeña Leica, ni los delicados objetivos, ni el arácnido trípode, nada, porque cualquier cosa que estaba relacionada con la imagen, el retrato, la captura, le traía a su memoria los tiempos felices. A fin de cuentas fue las fotos lo que les había unido y también lo que les había separado.

Este fotógrafo clandestino, pocas veces locuaz, que se refugiaba tras la barra de un bar, había nacido en aquel pueblo en el seno de una familia de agricultores con escasas propiedades, lo que en aquellos años cincuenta les condenaba a un pobre futuro,  esta razón tan de peso obligó a la familia, como tantas otras, a emigrar. Contaba tan solo tres años cuando abandonó el pueblo en brazos de sus padres, siguiendo la estela de aquellos que aspiraban a mejorar su situación con el destierro. La familia se trasladó a Francia y echaron raíces que pronto fructificaron en mejores condiciones de vida para todos.  Allí el futuro fotógrafo pasó su juventud, hasta que su pasión por la fotografía y sus ansias de viajar, le llevaron a ingresar en un periódico local. Sus excelentes fotos hicieron que una agencia de noticias nacional le comprara muchas de sus imágenes, iniciándose su fulgurante carrera.  Ya como fotógrafo independiente pudo recorrer el mundo siendo testigo, con su cámara,  desde el Chile de Allende, masacrado por Pinochet, la Guerra de las pedidas islas Malvinas o la invasión de Irak, siguiendo el polvo de la tormenta del desierto.

En 1975, viajo por primera vez a España, el dictador agonizaba en una clínica de Madrid, arropado por un yerno vanidoso y crápula que en vano intentó prolongarle la vida: pero los muchos años, varias insuficiencias cardiacas y renales y una flebitis se llevarían a su suegro a las páginas de necrológicas de donde pasó a un mausoleo de proporciones gigantescas. Se presumía, pues, que un importante cambio político estaba a punto de suceder, lo que hizo que muchos corresponsales de prensa tomaran posiciones a la espera del desenlace. Pese a su juventud el fotógrafo ya tenía un nombre en el mundo de la prensa gráfica y gracias a su doble nacionalidad no tuvo problemas para penetrar y conocer muchos de los movimientos sociales que se estaban produciendo, y llenar con ellos varios carretes fotográficos. El azar, el bendito azar, según palabras del mismo fotógrafo, hizo que durante una carga policial, cerca de la Universidad Complutense conociera a Marisa, ella también era fotógrafa de una agencia nacional y trataba de capturar imágenes de cómo la policía, los “grises”, acometían con rudeza a los jóvenes estudiantes. En un momento determinado, aparecieron guardias a caballo que cargaron sin miramiento contra un grupo, entre los que estaba Marisa en primera fila con su cámara en ristre, el fotógrafo, a pocos metros intuyó el peligro que corría la joven, y como un quijote, se abalanzó sobre ella, cubriéndola con su cuerpo en el instante que un jinete se lanzaba, con su montura, empuñando una larga vara en alto. El valiente fotógrafo recibió en su espalda el castigo del vergajazo que le propinó el policía, después, medio arrastras salieron ambos del tumulto y se refugiaron en un portal. Abrazados y jadeantes, dolorido él y ella aún temblando, Marisa le dio las gracias y quiso invitarle a un café para compensar su gesto caballeresco, y él aceptó encantado, subyugado ya por aquellos ojos verdes y el rizado color rojizo de su cabello. Hablaron ese primer día de su trabajo, de su profesión, que ambos amaban casi con fanatismo. Y este fue el inicio de su relación, relación que se prolongaría durante treinta y seis años. Los mejores años que el fotógrafo recordaba de su vida.

Fraguada la joven pareja de fotógrafos, y como Marisa era de nacionalidad española, no tuvieron inconveniente en establecerse en la capital. En esos años fueron testigos de la transición española y la evolución del país, del intento del golpe de estado y de la lenta democratización de la sociedad. Tomando como base Madrid, y como fotógrafos independientes ambos, viajaron por el mundo, dando fe, con sus cámaras de noticias que dieron la vuelta al mundo: en 1979, observaron el rostro adusto del ayatolá Jomeini a su regreso a Irán, desde su exilio de París,  estuvieron aquel 13 de mayo de 1981, en la Plaza de San Pedro  el día que el papa Juan pablo I recibió cuatro balazos a manos del turco Alí Agca,  presenciaron la caída del muro de Berlín en 1989. Hicieron un largo recorrido profesional,  observando y capturando imágenes, caminando juntos, impulsados por su propio amor y ese otro que sentían por una profesión de alto riesgo, pero que llenaba sus ansias de dar a conocer lo que sucedía en el mundo, de informar de las injusticias, de denunciar la crueldad y egoísmo de una sociedad que parecía abocada a la perdida de humanidad. Quizá observar todo esto de cerca, aunaba más los lazos entre ellos, único refugio donde podían lamer sus heridas y encontrar un punto de paz y sosiego.

Y así seguían la pareja de fotógrafos en 2011, residían en la vieja capital del reino, habían ido dejando poco a poco los viajes y la aventura y habían montado una pequeña empresa de material fotográfico en la que también impartían clases de fotografía.  Entre venta de cámaras, objetivos y sus cursos sobre técnica fotográfica, hacían alguna escapada a algún país donde la naturaleza aún estuviera en estado casi salvaje y poder disfrutar del placer de la fotografía al aire libre, robando imágenes a un paisaje que poco a poco era devorado por el progreso. Fue Marisa quién frente al primer café de la mañana tras ojeaba la prensa le propuso ir a Libia: hacía tan solo unos días que una coalición internacional, liderada por los americanos,  había hecho caer a Gadafi.  El país africano se había convertido en un caos, caído el dictador, que había huido al interior del territorio y las patrullas y tanques americanos rastreaban y disparaban sin miramiento alguno. El fotógrafo aceptó entusiasmado la propuesta de Marisa y ambos volvieron a enfundarse sus pantalones militares, el chaleco multiusos y los equipos fotográficos y volaron a Libia, como habían hecho tantas veces. En el país en conflicto no tardaron en mezclarse entre la población, intentando dar a conocer los horrores de la guerra y denunciar, una vez más, las víctimas civiles y el desorden que la invasión había provocado. La segunda semana de su estancia allí, compartían la comida con una familia libia, cerca de un poblado que había sido masacrado por las bombas occidentales. Durante la comida oyeron una explosión, seguida de otra más cercana. No tuvieron tiempo de esconderse. Un obús atravesó el techo de la casa y arrasó la vivienda, se salvaron casi de milagro, menos Marisa que recibió el impacto de la explosión y murió en el acto.

La muerte de Marisa provocó en el fotógrafo un estado de atroz desconsuelo. De regreso a España, la locura pareció apoderarse del él. Se encerró durante días, ajeno a la llamada de amigos que se preocupaban de su salud y ni siquiera respondía a su hermana.  Tras esta primera fase vino después la depresión, el pozo sin fondo de la tristeza. Así permaneció algún tiempo, abandonado y hundido, con la desesperanza corroyéndole el alma. Ingresó en una clínica y allí estuvo más de un mes, en que dejó que la vida pasara sin importarle nada. Una mañana su hermana vino al rescate. Ella, ya jubilada, se había retirado al pueblo en que ambos habían nacido, y casi a la fuerza lo arrastró allí pensando que quizá ese cambio de aires, ese retornar a los orígenes pudiera hacer el milagro de recuperara las ganas de vivir.

El milagro se produjo. Poco a poco. Los paseos por aquellos parajes desconocidos y aspirar aquel aire seco, fue como un bálsamo. Los potentes colores verdes de la primavera y el olor a tomillo lo impregnaban todo, el verano le trajo otros nuevos colores, como ese azul celeste inmaculado de la mañana, y por la noche, el embriagador perfume del jazmín;  el otoño pintó de mil marrones las hojas de los árboles y las frutas de invierno perfumaron el aire más fresco, y en invierno, con el día más corto y la luz más difusa los paisajes adquirían un tono más sombrío y triste, mezclado con el olor de la leña y el humo de las chimeneas que ascendía voluptuoso al cielo gris y opaco de la tarde. El fotógrafo, un buen día buscó una de sus cámaras fotográficas, que había abandonado desde la muerte de Marisa, como tantos objetos fotográficos que apartó de su vida, maldiciéndolos, como si fueran responsables de su infortunio. Ese día volvió a enfocar, a medir la luz y a pulsar el disparador. Quizá, los recovecos de la mente y sus mecanismos inescrutables habían dado un giro, quien sabe si había pasado página, sin darse cuenta, o había dado un paso más hacia su recuperación emocional. O simplemente que su hermana tenía razón y el regreso a ese pueblo, marcaba el principio del fin del duelo o el inicio de un principio de algo aún por conocer, el caso es que se le despertó las ganas de fotografiar de nuevo en aquel entorno mágico. Y este fue el primer día de su recuperación, la primera señal de la superación del dolor.
Ahora, este fotógrafo ermitaño, que trabajaba medio oculto en un bar,  volvía a sentir la pasión por lo que una vez fue su profesión.

Desvinculado por completo ya de las fotos de prensa, de las duras imágenes de guerra, de los largos viajes a pie en la selva sudamericana, junto a un guerrillero barbudo y fumador en pipa, o acurrucado tras una baleada ventana de Sarajevo, o allí  donde el horror de los francotiradores dejaba su rastro de muerte. Abandonado por completo el vertiginoso mundo de las noticias, del ir y venir sin apenas descanso de un lugar a otro, alejado de las batallas y del sufrimiento humano el fotógrafo silencioso arraigó por primera vez en su pueblo, un pequeño pueblo del levante, con apenas setecientos habitantes, un pueblo enclavado entre suaves montañas pobladas de pinos y aguas frescas que descendían rápidas por cauces angostos y retorcidos. Y cuando la humedad bajaba de la montaña y sentía aquel conocido dolor de espalda, huella del latigazo que un guardia le propinó el día que conoció a Marisa, ya no lloraba, sino sonreía agradecido a la vida por haber permitido conocerla y pasar con ella aquellos maravillosos años, y tomaba conciencia de que se iba cerrando una herida.  De nuevo regresaba a la fotografía, disparando su cámara en el mismo bar donde trabajaba, o durante sus paseos y ratos libres, y volcaba en ello todo su talento, su pasión, capturando instantes de tiempo, inmortalizando el gesto de un bello rostro, un mirada gastada, o la inmovilidad de una araña al acecho, y estas mágicas imágenes de puro arte que robaba a la naturaleza después, las regalaba  generoso a sus vecinos, a cuantos le visitaban, altruista siempre, porque había comprendido que la existencia solo tiene sentido si se ama, y para él cada una de sus magnificas fotos era un acto de amor. Por fin el fotógrafo volvía a reconciliarse con la vida.



Altafulla, 18 de agosto 2016.
© Vicente Blasco Argente