El ladrón de rosas

1. El jardinero observador

A Justino Piñeiro le gustaba su trabajo. Era jardinero. Llevaba varios meses realizando tareas de acondicionamiento en el nuevo parque municipal inaugurado por el alcalde de turno hacía un mes. Las especies plantadas, flora autóctona, requería trabajos de mantenimiento continuo hasta que arraigaran por completo. Llevaba varios días intrigado porque a un rosal le faltaba, de nuevo una rosa. Se sabía de memoria el número de rosas y capullos que crecían en la planta. Y porque cada día, de modo automático, como un defecto profesional, las contaba. Y faltaba una. Habló con su ayudante Carmina Román una joven que hacía prácticas de jardinería desde hacía unos meses con él. Ella creía que quizá era la acción de algún gamberro, pero Justino le hizo observar a Carmina el tallo: estaba cortado y no roto, lo que le inducía a pensar que no era la acción de un gamberro, sino que era algo premeditado. Además, en aquel parque, al que asistían cada mañana a realizar sus trabajos de jardinería, solo veían viejos jubilados, que caminaban a paso lento por los senderos o que tomaban el sol, cruzando sus pasos con algunas madres que empujaban los carritos de bebés, lo que descartaba las pandillas de jóvenes, aunque no había que eliminar ninguna posibilidad. A Carmina las suspicacias de su jefe le resultaban un tanto exageradas: ¿Qué más daba que robaran unas cuantas flores? Pero Carmina, de conocer más a Justino hubiera sabido que él era un hombre tenaz, que amaba las plantas desde siempre y se tomaba su trabajo muy en serio, tanto que, si Carmina hubiera conocido en mayor profundidad a Justino habría podido saber que él había renunciado a ascender a jefe de brigada simplemente porque esa responsabilidad, le hubiera alejado de estar en contacto directo con las flores y los árboles. Al acabar la jornada, ambos: jardinero y aprendiz montaron en la furgoneta y se marcharon a la central en silencio, Justino porque conducía ensimismado en sus pensamientos y Carmina porque se había sumergido en las intrascendentes e insondables conexiones lúdicas del teléfono móvil.

2. El anciano solitario

Gerardo Medina, a sus ochenta años, hacía sus ejercicios diarios antes de salir de casa como si de un ritual se tratara. Sus viejas articulaciones exigían esos movimientos a modo de un mecanismo que necesitase ser engrasado; después salía a pasear, compraba el pan y regresaba a su casa. La casa le quedaba grande desde que enviudó de su querida Joaquina hacía ya de eso tres años. Sentía añoranza de su mujer. Sus hijos, en ocasiones, le animaban a ir a vivir a una residencia, pero Gerardo, endurecía el rostro al oír estas palabras y decía que, mientras pudiera valerse por si mismo no lo moverían de su casa. Se sentía arraigado en el barrio, conocía a vecinos desde hacía años, seguía manteniendo amistad con antiguos compañeros de trabajo, porque Gerardo, un hombre sociable, con sentido del humor, era muy sensible con las desgracias ajenas; empatizaba con facilidad con quienes, en su entorno, sufrían por algo y se volcaba en ayudar, siempre desinteresado y gentil, una características, que muchos años antes, había contenido una cierta condición negativa hasta el punto de decir de él, a modo irónico, que era un “buenazo”. Pero el tiempo, que todo lo transforma, había cambiado también esa perspectiva y ahora Gerardo Medina se había convertido en una persona muy querida por todos sus conocidos que admiraban en él estas mismas cualidades humanas. De su mujer Joaquina conservaba los recuerdos comunes de sesenta años de feliz vida conyugal, con los altibajos propios de la convivencia. Gerardo provenía de un tiempo y de una generación en la que la responsabilidad de las parejas estaban claramente delimitados, mas no se le cayeron los anillos cuando enfermó Joaquina y él tuvo que asumir el rol de su esposa, ocupándose de los cuidados que requería y la intendencia que necesitaban. Pero la echaba de menos, no cabía duda, aunque el transcurrir del tiempo había ido amortiguando el dolor de la pérdida inicial, hasta lograr alcanzar una natural aceptación de la soledad que él se apresuraba a llenar con las rutinas diarias y al mismo tiempo, con la necesidad de mantener un poco su vida social. De ahí, que cada día realizara sus ejercicios físicos, de forma regular y hasta obsesiva y llevara con extrema rigurosidad todas sus actividades cotidianas: paseaba, quedaba con algunos viejos amigos a echar una partida de dominó o se entretenía recreándose en su ordenada colección de sellos. Su exigua pensión no le permitía más que esas actividades y muy de vez en cuando una escapada en un viaje programado del Inserso.

3. Descubrimiento

Era viernes, el mejor día de la semana, en palabras de Carmina que preveía ya la víspera del descanso. Ella y Justino dejaron la furgoneta junto al Parque, descargaron las herramientas y con ellas a cuestas entraron en el recinto ajardinado. Justino se dirigió ligero y sin dilación a comprobar el estado del rosal. Y faltaba otra rosa. Se sentó en un banco frente a él, se echó la gorra hacia atrás y sacó uno de sus cigarrillos de tabaco negro. Fumaba despacio, con parsimonia, sin dejar de mirar el rosal. Carmina, su joven ayudante, se dio cuenta que estaba cavilando y lo dejó hacer. Al cabo de un rato de meditación Justino se levantó apresurado del banco y fue hacia ella, con tal expresión en el rostro, que Carmina supo que había desvelado algún misterio: “¡Los jueves, Carmina, los jueves!” dijo Justino en un tono jubiloso. “¿Los jueves qué Justino?” y entonce él le explicó que se había dado cuenta que era los viernes cuando descubría la desaparición de la rosa, así que los jueves era cuando el ladrón actuaba.

4. Una historia antigua

Gerardo era uno de aquellos emigrantes llegados a Cataluña en los años cincuenta, con dieciocho años recién cumplidos. Había dejado los campos y las cabras atraído por una región que renacía industrialmente tras la guerra. En la aldea dejó a sus padres, sus hermanas y a los amigos de infancia que no volvería a ver hasta pasados bastantes años. También a su primer amor de adolescente, Lucía, de la que se había enamorado él y la media docena de jóvenes que la rondaban. Lucía venía a pasar las vacaciones de verano en casa de sus abuelos, que regentaban un molino y una tahona. Era una familia del pueblo que contaban con cierto nivel de riqueza que les permitió enviar a su único hijo, a estudiar a la capital de la provincia, quien tras licenciarse en derecho acabó haciendo notarías. El que sería el padre de Lucía se casó en la ciudad y cuando regresaba de visita al pueblo, le precedía el aura de rico. Su única hija disfrutaba las vacaciones en aquel ambiente libre que le ofrecía el mundo rural. Se mostraba como una joven independiente e intrépida que hablaba con todos y mostraba una energía y resolución, que hacía palidecer a las chicas del pueblo. Además su belleza era sorprendente, porque la blancura de su piel, sus cabellos rubios, heredados ambos de su madre, y sus ojos azules, eran tan raros en aquellas tierras tórridas del interior, donde predominaba los cabellos oscuros y la piel broncínea, que atraían la mirada y el deseo de los jóvenes, como las moscas a la miel. Gerardo como tantos otros jóvenes enamoradizos de lo diferente y lo extraño, pronto aprendió que Lucía era fruta prohibida, aceptando que ambos futuros debían discurrir por caminos paralelos. Con el tiempo, como a retazos, supo de ella que se había casado con un burgués catalán, de la vieja estirpe de la industria textil y nada más.

Una vez en Barcelona Gerardo Medina, tras varios trabajos de albañil y peón en la obra, logro entrar entra a trabajar en la Compañía de las Aguas. Reparaba alcantarillas y reventones. Alcanzó a ser oficial. Conoció a Joaquina en su barrio, durante una verbena de Sant Joan, con entoldado y guirnaldas, donde los jóvenes bailaban al son de la música de orquestina pasacalles y boleros. Joaquina también era emigrante, trabajaba de dependiente en una tienda de mercería, hasta que prometida y casada, dejó las lanas, el punto de cruz y las agujas, para dedicarse a la recién formada familia, que no tardó en crecer con el nacimiento de dos vástagos. La familia de Gerardo y Joaquina arraigó, como tantas otras humildes familias que llegaron a Catalunya atraídos por la tierra prometida.

5. El encuentro

El ladrón de rosas le creo tal intriga a Justino Piñeiro que decidió averiguar quién era. Pidió en el Ayuntamiento un jueves de vacaciones y se apostó todo el día en el parque, medio camuflado con ropa de calle con la que era difícil que reconocieran al jardinero. Varias veces cambiaba de lugar de observación pero siempre sin perder de vista al magnético rosal. Durante la mañana no pasó nada. Justino se había hecho un bocadillo para no abandonar, ni siquiera la vigilancia, en el rato de comer; y allí estuvo hasta que cerca de las seis de la tarde sus pesquisas dieron fruto. Un anciano de aspecto flexible se plantó en el rosal, sacó una navajita y con pericia y delicadeza cortó una rosa, aspiró su aroma y se marcho de allí. Pese a que el primer impulso de Justino fue llamarle la atención, algo le contuvo en su interior. Y la indignación inicial se tornó, insólitamente, en curiosidad. Quizá porque ese hombre bien podría tener la edad de su padre o porque alguien que cortaba la rosa con delicadeza y la portaba con tal mimo, no podía ser un vulgar ladrón. Decidió seguirlo. El desconocido caminó por la calle con su rosa en la mano hasta llegar a una residencia de ancianos. Justino observó como el furtivo, frente al reflejo de la puerta de cristal de la residencia, se pulió la chaqueta, se abrochó bien los botones y en un gesto no exento de coquetería, se alisó los canosos cabellos. Justino se paró a pocos metros de él y reanudó la persecución cuando el ladrón franqueaba ya la puerta de la residencia. No era difícil seguirle. Vio, entonces, que se encaminaba a un patio donde varios ancianos tomaban el sol en sillas de ruedas y que se paraba frente a una mujer de cabellos blancos, inmaculados. Justino, se sentó con disimulo cerca de la pareja; pudo observar que las pupilas de la mujer, de un lejano azul enturbiado ahora por un manto gris, parecían perderse en una mirada hacia un lejano infinito. El hombre del cabello gris le ofreció la rosa y algo sucedió en aquellas pupilas de la mujer, perdidas en la lejanía, porque al verla sonrió en una mueca de feliz inocencia. Como si en aquel aturdido y neblinoso cerebro se hiciera una pequeña lucecita y alumbrara, aunque escasamente, algún pensamiento hermoso. El anciano se sentó a su lado, acompañando en silencio a la mujer que un día fue tan extrañamente seductora y bella, y que en su juventud, llegó a robarle durante un tiempo su corazón de pastor.

6. Comienzo

Hacía tan solo dos meses que habían internado, en una residencia a un viejo amigo de Gerardo, cuyos problemas cardiorespiratorios había empeorado y la familia había optado por su ingreso en un centro donde pudiera estar bien atendido y cuidado. Gerardo sumó a sus rutinas habituales las visitas a su amigo, atendiendo a esa tendencia tan suya de ayudar a los demás, de no olvidarlos, de hacerles compañía, con conversaciones que hablaban más del pasado que del futuro, un futuro que contemplaban como algo fútil e incierto. Y fue en una de esas visitas cuando la vio. No podía creerlo. Postrada en una silla de ruedas un extraño presentimiento se apoderó de él, un vago sentido que le advertía que conocía a esa mujer, sus ademanes, la forma de inclinar su cabeza y sobre todo, la mirada, sus pupilas azules, que una vez fueron traviesos y juguetonas y habían enamorado a medio pueblo. Allí estaba ella, la hermosa Lucía, languideciendo en una silla de ruedas víctima de una esas enfermedades degenerativas que poco a poco le habían ido arrebatando el habla, la memoria y aquel luminoso brillo de sus ojos.

7. Epílogo

El viernes Justino Piñeiro recogió a Carmina con la furgoneta y se dirigieron juntos al Parque. La joven ayudante preguntó intrigada. “¿Averiguaste algo Justino, algo del ladrón de rosas?” Justino tardó en responder, como si meditara bien la respuesta: “Si”, contestó al fin. Ella continuo: “¿Y?” Al fin Justino, en tono bajo y como quitando importancia explicó: “Nada, era alguien sin mala intención, me pidió permiso. Creo que no estaba muy bien del coco.” Y remató “No voy a hacer nada” Y para no dar tiempo a que la ayudante replicara añadió: “¡Ah Carmina y mejor que no se entere el jefe de brigada ¿Vale Carmina?” Justino no quiso contarle la verdadera historia del ladrón de rosas. Aquel anciano que le llevaba una cada jueves para conseguir que aflorara, con ella, una sonrisa en el rostro opaco de una anciana de cabellos blancos. Aquella sonrisa justificaba el robo de una y mil rosa más, pensaba, Justino. Él lo sabía bien porque amaba las flores. Tras un largo silencio Justino agregó en un arrebato poco habitual en su carácter taciturno: “¡Ah! Carmina, quiero que cuides ese rosal como si fuera la joya del parque”. Ella asintió mecánicamente con la cabeza, ya un tanto distante, mientras sus ojos y sus dedos recorrían veloces la pantalla de su teléfono móvil.

(c) Vicente Blasco Argente