El regalo
Vertió whisky en el vaso hasta que el nivel alcanzó
un centímetro de altura, después metió tres cubitos
de hielo y lo agitó con los ojos puestos en el hielo que giraba
en el fondo del vaso entre tintineos de cristal. Se arrellanó en
el sofá, puso los pies en la mesita y se llevó el vaso a
los labios. Sorbió el primer trago y notó el paso fuerte
del alcohol por la garganta y los sabores cálidos de la madera.
Entrecerró los ojos y llevó la cabeza hacia atrás
hasta quedar apoyada en el respaldo del sofá. El primer trago tuvo
el efecto de insensibilizar las papilas y así preparar el paso
al segundo trago, en el que desapareció todo el contenido de vaso.
Después vendrá la botella, pensó. Lo necesitaba.
Necesitaba que el alcohol le aturdiera, le golpeara y le anestesiara el
dolor que sentía.
Qué iba a ser de su vida sin ella, se preguntó. Cómo
será cada día sin su risa llenando la casa, su mirada interrogativa
y pícara, o sus enfados que con mohín de disgusto cesaban
tras el perdón apresurado. O aquellas lagrimas suyas cuando se
conmovía por una historia triste, algo que a él no le había
sucedido nunca. Cómo serán las noches sin su rostro iluminado
por el resplandor de la televisión, mientras reía con sus
carcajadas profundas y contagiosas al ver su programa de humor favorito.
Y sus canturreos de canción irreconocible mientras trajinaba en
la cocina. O el sexo, entre tranquilo y placentero o fugaz y frenético.
Que iba a ser de su alma, sin ella a su lado, él que pensaba que
no necesitaba nada de nadie, que se tomaba la vida como si el destino
estuviera en sus propias manos, que se consideraba un hombre fuerte, orgulloso
y cínico, que había hecho de la dureza de sentimientos el
lema de su existencia y el arma con la que se había enfrentado
a la vida sin un atisbo de ternura, su ariete con el que había
conquistado el éxito, la fama y los lujos que conforman su estatus
social. El, que creía que nunca sería víctima sino
verdugo.
Todo había sido tan rápido que apenas hubo tiempo de nada.
Recordaba tres días antes cuando sonó el teléfono
en el despacho, era del hospital. Después vino la carrera con el
coche, medio embotado aún, por lo que acababa de escuchar y el
relato después, sosegado y contenido del médico: había
sido un accidente con desenlace tan cruel como inesperado.
Ahora, tras el entierro, en el sofá de aquella casa tan en silencio,
con el alcohol bajando por sus entrañas se vio a si mismo, de pie,
recibiendo el pésame a los pies del féretro, el rostro firme,
el ánimo entero y se vio solo; y al constatar esa soledad sintió
como una enorme presión en el plexo solar, algo que subía,
devastador a su paso, como un volcán a punto de estallar y comprendió,
en un instante, que iba a surgir el último regalo que ella le había
hecho: entonces lloró.
(c) Vicente Blasco Argente
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