El retorno

A Marisa, que un día cruzó el mar en busca de sus orígenes

Habían pasado treinta y seis años desde la última vez que pisó aquella tierra y todavía recordaba cada calle, cada casa y cada puerta tal como eran cuando abandonó el pueblo con su familia. Tenía entonces catorce años, el rostro pecoso y una larga trenza color caoba que se sujetaba con una goma. Recordó que le oyó decir a su padre “Argentina”, y ella corrió a buscar en los libros de la escuela para comprobar donde estaba ese país que le sonaba tan lejano; a ese país viajaría toda la familia entre maletas de cartón duro y fardillos de tela a cuadros y aquella caja de cartón, remendada con cordeles, donde su madre llevaba las fotos que componían toda su memoria histórica.

Se paró frente a la Iglesia, la recordaba como una catedral gótica y ahora ante ella, se sorprendió de su pequeñez: la fachada y las escaleras de acceso eran tan solo de piedra caliza y no de mármol como le parecía en sus sueños. Siguió caminando hasta la plazoleta de la fuente y al llegar metió la mano en el bolso y saco la foto que había guardado durante tanto tiempo. En la foto aparecía aquella misma fuente y un mozalbete apoyado sobre el grifo con aire risueño, un joven de quince años con el pelo rizado y negro que le ocultaba la frente, pero que dejaban ver unos ojos oscuros en un rostro barbilampiño de nariz aguileña. Releyó una vez más el poema al dorso de la foto y suspiró como para darse ánimos. La decisión de emigrar a Argentina fue entonces una decisión dura, y aún evocaba el miedo y la pena que sintió al dejar el pueblo, una sensación de vacío que le acompañaría varios años en aquella nueva tierra. Pero la vida era entonces dura para la familia y su padre anhelaba un futuro mejor para ellos, apenas tenían un poco de ganado y algún jornal, que a veces ganaba su padre, siempre a merced de quién le ofreciera trabajo. Por eso decidieron vender su único patrimonio: la casa familiar y los carneros y con el dinero obtenido comprar un pasaje en un barco que les llevaría a la tierra prometida. Recordó el viaje de varias semanas, los vaivenes del enorme crucero y el extraño olor al salitre, un olor ajeno y diferente a los familiares aromas del tomillo y madreselva a que estaba acostumbrada. La feliz llegada a Argentina se produjo en noviembre y era verano, situación que le resultó extraño pero que interpretó como que llegaba a un nuevo mundo donde nada tenía que ver con el que dejaba atrás, ni siquiera el clima. La incorporación a esa tierra no fue muy difícil y la familia se asentaría en pocos años: su padre encontró trabajo en una finca donde la labor era dura pero no más que la que dejaba atrás y después de ganar algún dinero compró sus propias tierras y emprendió la tarea de criar ganado. Pronto mejoró la situación económica de la familia y cuanto más crecía su bienestar más parecía alejarlos del tan deseado regreso a su pueblo. Los años impusieron el olvido y con el olvido llegó la integración, aunque, a decir verdad, a veces sentía algún ramalazo de nostalgia.

Caminaba por el pueblo a marcha lenta, despacio, entre calles estrechas blanqueadas por la cal, olfateando para que los olores le rescataran algún recuerdo perdido en su memoria. Cerró los ojos por un momento y vio las imágenes del pasado con precisión fotográfica: aquel río caudaloso y aceitunado que lamía el valle y daba vida a los bancales; las acequias y caminos sinuosas que como senderos húmedos unos y polvorientos otros surcaban los campos. Se paró frente al nuevo puente sobre el río y se dijo que allí mismo antes había una barcaza que lo cruzaba, recordó como se deslizaba atada a dos gruesas cuerdas mientras era gobernada por el barquero, hombre ennegrecido por el sol pese a su un enorme sombrero de paja que le ocultaba el rostro y dejaba ver el humo blanco del cigarrillo. Pero los caminos polvorientos eran ahora asfaltadas carreteras y las riberas del río, antes repletas de cañas y juncos se habían transformado en muros de cemento. Pocas casas habían encaladas de blanco como las de antes y las que permanecían, se hallaban con las paredes desconchadas, atacadas por la pátina del tiempo en forma de jirones de cal y ella pensó que eran casas enfermas de abandono. Se cruzó con algunos vecinos que no la reconocieron. Claro, como podían relacionar a aquella señora madura, de larga melena y de porte distinguido, con aquella otra jovencita que emigró hacía tantos años. Se encaminó por aquellos parajes que en la infancia le eran tan familiares y que ahora, el paso del tiempo había cambiado tanto: casas nuevas, ocupando terrenos que antes eran campos regados por el río y le costó reconocer lo que veía y al compararlo con lo que permanecía en su memoria se sorprendió de cuan diferente y pequeño era todo.

Acarició la foto que llevaba en el bolso como para recuperar parte de la emoción perdida y llegó por fin a su antigua casa; la fachada estaba totalmente remozada y ni siquiera se conservaba la misma puerta. Frente a ella le asaltó el recuerdo de la noche antes de su partida. En aquel mismo punto fue rodeada por los abrazos de sus amigos, allí se hicieron promesas y juramentos y recibió el regalo en el que todos ellos participaron: una pequeña cajita de madera en cuyo interior habían labrado el nombre de cada uno de ellos. Para qué guardes nuestras cartas, le dijeron y sintió, al recordarlo una punzada de nostalgia y una sensación de tristeza que la invadió como un extraño vahído. Recordó como aquella última noche, entre llantos y abrazos, ella prometió regresar algún día, volver a verlos, retornar al pueblo y seguir siendo los amigos inseparables que habían sido siempre. Pero por quién más sufrió esa noche de adioses, fue por un joven de oscuros y profundos ojos, cuyo brillo era toda una declaración de amor. Ahora con la distancia que imponía el tiempo confirmó la evidencia de que el primer amor, por más años que pasen no se olvida nunca, y de aquel amor solo quedaba una foto, que recibió en la última carta que le llegó antes de perder el contacto con él, y en el dorso de esa foto vieja y manoseada un hermoso poema escrito de su puño y letra.

Llamó a la puerta un poco nerviosa, allí vivía su mejor amiga y la cómplice de aquel viaje que se había iniciado unos días antes. Le había costado dar con ella después de tantos años de separación, pero fue gracias a Internet y a la casualidad de encontrar su dirección de correo electrónico asociada a una empresa que consiguió establecer contacto. Al abrir la puerta reconoció de inmediato a su amiga, pese a los años transcurridos sus rasgos y su mirada no había cambiado. Se abrazaron sin poder contener las lágrimas y con palabras atropelladas se contaron la vida una a la otra sin sombra de pudor alguno, con la emoción aflorando a cada palabra. Era tal y como si no hubiera pasado el tiempo. Y así siguieron durante un rato hasta que formuló a su amiga la pregunta que tanto deseaba hacer: ¿Esta él aquí? Sí, está aquí: ha venido a visitar a su madre y sabe que tú también estás, he concertado una cita. Entonces ella sacó la foto y se la mostró a su amiga. La he guardado todo este tiempo como una reliquia de mi pasado. Allí estaba, en la foto el flacucho hijo del carpintero de ojos grandes y negros al que tanto quiso cuando aún era una adolescente. Le contó a su amiga que la foto venía en la última carta que recibió de él y que estaba fechada treinta años atrás. Le dijo que muchas veces había pensado en él, y que se había preguntado como hubiera sido su vida de no haber emigrado a Argentina, incluso tras su matrimonio con su marido, un tranquilo y pausado criollo que se desvivió por ella y que la colmó de bienestar, se había interrogado en más de una ocasión por ese otro rumbo que hubiera tomado el destino. Ella amaba a su marido pero en su corazón anidaba el recuerdo del primer amor, y si bien al principio era solo un vago recuerdo unido a un sentimiento lejano y hermoso, pegado a la memoria junto al olor de regaliz y las pipas de girasol, con el transcurrir de los años y la constatación de que la vida se consume de modo inexorable, fue creciendo el recuerdo, y la sensación de perdida aumentó en su corazón, y a veces la sumía en una melancolía de la que solo podría salvarse, pensó, si lograba revivir esos momentos del pasado. Deseaba volver a recuperar esas sensaciones y emociones perdidas en la memoria y poder ver a sus amigos de infancia, pero sobre todo deseaba verle a él, aunque solo fuera una vez, se prometió cumplir ese sueño y regresar de nuevo a Argentina. Convenció a su marido para hacer ese viaje sola, como regalo de su cincuenta aniversario: es un viaje a la nostalgia, le dijo, y el criollo entendió ese deseo.

A la hora convenida quedaron en el puente del río. Ella esperaba bajo la sombra de un ciprés cuando vio llegar a un hombre maduro, con gafas de concha y pelo escaso al que reconoció por el andar y por la nariz aguileña. El corazón se le disparó al verlo y a medida que se acercaba le pareció que le iba a faltar la respiración. El hombre en cuestión se paró ante ella y la interrogó titubeante con su nombre, ella se puso de pie y contestó con el nombre de él en una inflexión que denotaba sorpresa. Observó, durante un segundo, ese rostro de hombre maduro del que vagamente recordaba al joven que conoció, aunque el brillo de los ojos se mantenía igual. Con gestos corteses y tímidos se besaron en las mejillas y él la invitó a cruzar el río y sentarse en un banco rodeado de sauces. Ella comenzó a hablar con la voz entrecortada, de forma apresurada, como para ahuyentar los nervios y él la miraba retraído y silencioso, sosegado, mecido por el acento de ella y preso de sus ojos, a los que instintivamente intentaba rehuir sin conseguirlo. Ella le contó su vida en Argentina, desde que partiera del pueblo y las dificultades que encontró para adaptarse a aquella tierra. Poco a poco fueron venciendo esa timidez inicial y se despojaron de cualquier pudor: se narraron sus vidas como si fueran ajenos a ellas y solo el presente importara ¿Pero dime qué ha sido de tu vida? Mis padres murieron en Argentina, me casé y tengo una hija, dijo ella, y continuo, y creo que soy relativamente feliz. Él le contó que él ya no vivía en el pueblo porque tras acabar sus estudios de magisterio se fue destinado a otra provincia y de allí a otra y a otra, hasta que al enviudar su madre, acabó por recalar cerca de ella para cuidarla, ya que era el único hijo soltero. ¿No te casaste? No. ¿Por qué? Quizá no encontré a la mujer de mis sueños. ¿Pero tu crees que existe alguien así? Quiero creerlo, pero ya es demasiado tarde. Sin darse cuenta comenzaron a aflorar palabras que iban más allá de las preguntas banales. Si supieras cuanto te eché de menos. Si supieras las veces que soñé con volver al pueblo y ser tu novia. Si supieras cuanto te he querido. Él sonreía entre tímido y abrumado por aquellas confesiones que salían de ella, la cogió de las manos y permanecieron así durante unos minutos, en un silencio recogido, hasta que se abrazaron: Conmigo también hubieras sido feliz, le dijo él en un susurro. Estoy seguro de ello, respondió ella.
Se despidieron y él la acompañó a la estación del ferrocarril. Acomodada en su asiento miró por la ventanilla y le vio por última vez a medida que se aleja el tren, supo que ya no volvería a verlo nunca más y que ese retorno a una parte de su infancia y de juventud ya había concluido. Solo restaba despertar de su sueño saciada ya su hambre de nostalgia.

Él esperó que el tren se marchara y se alejó después. Cruzó el río hasta alcanzar la casa donde aún habitaba su madre. Sin decir nada entró en la habitación que fue suya durante su infancia y que permanecía inalterable por el tiempo, se sentó abatido en la cama, a oscuras y en silencio. Se encontraba profundamente fatigado, sin fuerzas ni ganas de reprimir el sentimiento que le oprimía el pecho, tampoco podía contener la emoción y se lanzó sobre la almohada para ahogar el sollozo que le surgía incontrolado. Lloró agitado y mudo por la frustración y el deseo incumplido, lloró porque ahora sabía que su sueño seguiría roto, lloró igual que tantas veces lo había hecho desde que escribiera ese poema treinta años atrás por la mujer que nunca dejaría de amar:

Ojalá una mariposa roce tu rostro
y deposite en él el polvo mágico de los sueños,
y ojalá en tus noches profundas viajes con él
y puedas cruzar el espacio que nos separa
para encontrarte, aunque solo sea un rato
con este corazón mío
que parece estar siempre en llanto.

(c) Vicente Blasco Argente