El secreto del Castillo
A poca distancia del pueblo, sobre la loma de una pequeña montaña se eleva el castillo. Lo de llamarle castillo es mucho decir porque solo hay cuatro muros que delimitan un campo de olivos, y que son en realidad los restos de una fortificación íbera. Pero para nosotros siempre ha sido El Castillo, así en mayúscula porque forma parte del patrimonio de todo un pueblo. Su acceso, aunque no es difícil, presenta alguna dificultad porque no hay ningún sendero que te lleve directamente a él, sino que, hay que hacerlo a campo a través.
El Castillo no tiene edad ni restos arqueológicos, al menos nadie sabía su historia, lo que no impedía que creáramos en torno a él toda una leyenda trufada de caudillos moros atrincherados en sus almenas y aguerridos soldados de Jaume I, asediándolo sin descanso. La historia, bien podía ser la de un califato independiente, llamado La Canal de Navawuer y su califa llamarse Mar-Ja-Al. El califa rige los destinos de su territorio, donde viven moros, cristianos y judíos en armonía, y entre su cometido está impartir justicia y defender el territorio del ataque de piratas berberiscos (era aventurar mucho que hasta aquí pudieran llegar piratas berberiscos, pero ya puestos a imaginar...) Un buen día llegan tropas cristianas, comandadas (no podía ser de otro modo) por El Cid Campeador y se entabla una encarnizada lucha en las afueras del pueblo, pero el Califa y sus hombres acaban escapando y se refugian en el inexpugnable castillo. Los cristianos, que no son tontos, emplazan en el Alto potentes catapultas (habían de ser muy, pero que muy potentes para alcanzar el castillo) y lanzan una gigantesca andanada de enormes pedruscos (de ahí que el Alto sea una planicie sin piedras) contra los muros del Castillo. Durante días y noches golpean sus paredes hasta que se deshacen como si fueran de adobe. Reducido el Castillo a cuatro paredes, las primeras tropas de El Cid lo toman sin encontrar resistencia alguna. Y la sorpresa de los barbudos cristianos será enorme cuando descubran que allí no hay nadie: ¿Cómo han podido escapar? Uno de los cristianos, busca un rincón para hacer sus necesidades fisiológicas (¡vamos, que los heroicos, aguerridos y bravos soldados también orinan!) y localiza un pozo cercano en forma de ocho: son dos agujeros excavados en la roca por la que puede deslizarse una soga entre un agujero y otro y bajar a cierta profundidad. Varios voluntarios cristianos o los más valientes (aquí no nos poníamos de acuerdo) descienden al pozo, y encuentran un pasadizo. Con antorchas van siguiendo su recorrido. Es el camino por donde han huido los moros. Después de bajar húmedas pendientes llegan a la salida. Y aquí viene la sorpresa, porque la salida se encuentra en el mismo pueblo, exactamente donde nadie puede sospechar: el mismísimo templo cristiano. Desde ahí y amparados por la noche, el califa Mar-Ja-Al y sus fieles han podido escapar, mientras las tropas cristianas se hallaban entretenidas lanzando piedras contra los muros del vacío castillo. Los cristianos guardan en el interior del pasadizo el tesoro del califa y tras cerrar sus accesos, corren a perseguir a los moros, pero ni los moros ni los cristianos regresarán a recuperar el tesoro.
La historia del Castillo y el pasadizo secreto se iba pasando de unos a otros, de grandes a pequeños, y de pequeños a más pequeños y al final la ficción se había convertido en realidad. Y así fue como una aburrida tarde de Semana Santa, cerrados los cines en señal de duelo, algunos compañeros de la escuela decidimos ir a la búsqueda de La Cueva del Ocho. Habíamos conseguido una soga y una linterna, equipo más que suficiente, a nuestro entender, para aventurarnos a explorar lo desconocido. Recuerdo que rastreamos los alrededores del castillo siguiendo las instrucciones que uno de nosotros había conseguido a partir de la información dada por un chico mayor de nuestra clase. Pero dimos vueltas y más vueltas, y nada. Abandonamos el intento y decidimos descender de la montaña siguiendo otra dirección, pensando que habíamos sido víctimas de un engaño. Íbamos dispersos ya que no había camino cuando alguien gritó exaltado:
— ¡Aquí, aquí! ¡La cueva! ¡La cueva!
Corrimos saltando entre matojos y piedras hasta agruparnos entorno al descubridor, que de pie, nos señalaba un punto en la ladera: era una gran roca caliza en la que podían verse dos enormes agujeros. Al mirar por ellos vimos que a un par de metros más abajo las paredes de la roca se juntaban. Pepe “Garrotín” el más valiente de nosotros (esta vez no hubo voluntario) se internó en el agujero, atado con la cuerda y bien sujeta la linterna, se dispuso a investigar. Pero no fue muy lejos. La cavidad apenas daba para estar de pie. Asediado por preguntas, el temerario explorador, nos fue diciendo lo que veía:
— ¡Aquí hay marcas de espadas! ¡Debieron excavar con espadas! ¡Sí, se ve claramente! ¡Por aquí bajaron los moros!
Estábamos fascinados por los conocimientos arqueológicos de nuestro amigo que corroboraba lo que ya intuíamos: que aquella era la buscada cueva del Ocho. Pepe prosiguió su estudio del terreno:
—¡Debe haber algún mecanismo que abra la losa! ¡El tesoro no tiene que estar muy lejos!
Pero por más que lo intentó Pepe no logró que la piedra se moviera un ápice. Le vimos sudar agachado mientras empujaba uno tras otro todos los recovecos.
—Déjalo Pepe, ya probaremos otro día. Se está haciendo tarde y hemos de ir a la Procesión.
Las obligaciones religiosas se impusieron y nos fuimos de allí. Durante el regreso, yo que era por entonces monaguillo, propuse ocuparme de localizar el otro lado de la cueva, la que debía estar en la Iglesia. Y antes de llegar al pueblo, juramos que no diríamos a nadie la ubicación de la cueva. Ese sería nuestro secreto.
Lo cierto es que jamás encontramos el otro extremo de la cueva y la del castillo, en forma de ocho, era en realidad una concavidad de origen natural conocida por casi todo el pueblo y que cada generación había buscado en su infancia. Y la nuestra no podía ser menos: habíamos contribuido con nuestra imaginación a seguir alimentado la cadena que hacía del secreto del Castillo una Leyenda.
(c) Vicente Blasco Argente
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