Encuentro
con el poeta
Quizás fuera en el verano de 1976.
Era la hora de la siesta cuando el pueblo se sumergía en un adormecimiento
colectivo que parecía secar las calles, quedaban desiertas, mudas
y si apenas algún ligero ruido quebraba el silencio solía
cesar de inmediato. A veces durante ese tiempo aprovechaba para coger
una de las motos reparadas que había en el taller, pendiente de
ser entregada al cliente, y montado en ella me dirigía al las eras
del Alto, donde podía disfrutar solo y alejado de cualquier mirada
curiosa de la sensaciones que me proporcionaba el ir en moto, me lanzaba
a correr por los caminos, saltando pendientes, venciendo desniveles y
dejando tras de mi una nube de polvo. La velocidad tiene el prodigio de
obligar a la mente a que se concentre solo en eso, liberándola
de otros pensamientos y probablemente buscaba ese estado sin ser muy consciente
de ello. Sobre aquella hora del día el calor era insoportable,
salvo para quien conduce una moto y le hierve la sangre con sus arrogantes
veinte años. Cuando enfilaba una recta cerca de la Ermita me sorprendió
ver, bajo aquel tórrido sol de verano, la silueta de una persona
agachada que parecía estar en cuclillas y mirar absorto algo en
el suelo. Intrigado, por la insensatez que suponía estar allí
en aquellas horas, reduje la velocidad y me acerqué lentamente
preguntándome que clase de loco podía ser aquél que
se atrevía a desafiar, inmóvil, el sol del mediodía.
A pocos pasos de él pude verle y no era un loco sino un poeta (aunque
no sabía si había en eso mucha diferencia). Joan Baptista
Humet un joven compositor que por entonces comenzaba a triunfar cantando
conmovedoras canciones se hallaba ensimismado mirando con absoluta concentración
el lento caminar de una fila de hormigas. Paré la moto y me puse
a su lado, agachado junto a él. Le saludé con un impersonal
“Hola” y él sin dejar de mirar, fascinado por las hormigas,
hizo un gesto con la mano para que me acercara: “¡Fíjate
qué curioso!”, me dijo. Sumé mi mirada a la suya y
observé como de un hormiguero salían en comitiva las hormigas
que formaban una larga fila que se perdía en la distancia. “¿Las
ves? todas van en fila” me hizo notar “Sí, ya veo”
repuse y él continuó: “Pero si coloco una piedrecita
en medio de la fila las hormigas...la rodean ¿ves?”. Asentí
con un murmullo ante tal obviedad: las hormigas se ceñían
a la piedra y la circunvalaban hasta continuar, con su lenta marcha, por
la misma columna que seguía hasta algún otro lugar. Pero
el poeta iba mucho más allá de una simple observación
entomológica porque entonces saco suavemente la piedra que entorpecía
el paso de las hormigas y estas continuaron caminando, para mi sorpresa,
trazando idéntico trayecto, era como si la piedra todavía
estuviese allí. El poeta despegó por primera vez sus ojos
verdes del suelo y con una sonrisa que pareció iluminarle el rostro
me dijo: “¿A qué resulta sorprendente? ¡Son
incapaces de reconocer que no hay obstáculo y siguen por el mismo
camino!” sus palabras, entusiasmadas, me parecieron que buscaban
una complicidad que quizás no encontró. Le sonreí,
me despedí y arrancando mi moto salí disparado para continuar
haciendo saltos mientras el poeta arrodillado seguía estudiando
a las hormigas.
Tardaría años en entender la metáfora que Joan me
regaló aquella calurosa tarde de verano, una metáfora sobre
las dificultades de decidir nuestro propio destino, vencer nuestros miedos
y vivir nuestra propia singularidad frente a una sociedad que nos quiere
en fila, como hormigas. También tardaría años en
saber, en comprender que solo unos pocos logran salirse de la fila y caminar
a su aire. Joan Baptista Humet lo ha conseguido.
(c) Vicente Blasco Argente |
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