Encuentro
mágico en una noche de verano
Intimidado por los rostros desconocidos caminé hacia el grupo que
se congregaba bajo las luces de los farolillos. Era una cálida
noche de verano que arrancaba perfumes al bosquecillo de pinos que nos
envolvía; una noche en la que habíamos sido convocados para
un encuentro de alumnos, separados desde entonces, por más de treinta
años de vidas alejadas.
Al principio nos agrupamos como adolescentes que fuimos entonces: aquí
las chicas, que pronto gesticulan su alegría al reconocerse en
aquellos rostros maduros, allá los chicos, que ocultan su timidez
poniéndose en actitud grave y distante, sin saber qué, al
acabar la noche habrán caído todas sus prevenciones y hasta
recobrarán aquella camaradería de fraternidad colectiva.
Y así es como sin apenas darnos cuenta se rompe el hielo que nos
separa y nos sentimos unidos por lazos de un pasado común, un pasado
tan lejano en el tiempo que parece haber borrado, en mi memoria, los rostros
que ahora intento evocar con esfuerzo. Pero hay algo en el ambiente, quizá
sea ese perfume de pinos tan común a nuestra infancia o quizá
la emoción del encuentro que hace que todo resulte fácil
y vayan apareciendo, como rescatados de la nada, recuerdos comunes. Asoman
nombres de antiguos profesores que fueron temidos en su día, se
recuerdan actitudes y hasta represiones de entonces, que ahora, con la
distancia que impone el tiempo y la sabiduría que asientan los
años, se convierten en puras anécdotas que solo suscitan
carcajadas y alguna ráfaga de nostalgia en lo más profundo
del subconsciente. A veces se produce un cruce de miradas o un gesto delator,
se adivina un rostro y hasta algún signo de complicidad de aquel
tiempo donde las clases eran separadas, los pasillos ruidosos y en los
espacios comunes nos apartaba la propia vergüenza del adolescente.
Un tiempo de renuncia a la infancia sin saber muy bien como alejarnos
de ella, de fumar a escondidas cigarrillos compartidos, de aprender a
guardar secretos de amores imposibles y donde aprendimos a soñar
con futuros y vidas que nos parecían tan reales como lejanas e
inciertas.
La fragilidad de la memoria se fue restableciendo aquella noche mágica
y tejió de nuevo un trozo de pasado, recobrando nuestra ingenua
juventud, nuestra identidad perdida, sin armadura alguna que ocultara
nuestros sentimientos. Y así se fueron abriendo nuestros corazones,
algunos, recuperándose del despertar de recientes pesadillas, otros,
con la fatiga por el peso de insalvables responsabilidad, también
corazones esperanzados por el inicio de nuevos caminos y hasta sosegados,
tras duras travesías de titánicas tormentas, pero todos,
en ese instante mágico de la noche perfumada, corazones alegres
por ese encuentro deseado y cargados de renovada juventud, preparados
y listos para recuperar de nuevo los sueños de futuro.
No me hizo falta escuchar canciones de Nino Bravo o la guitarra de Santana,
o la voz de José Feliciano para que me sintiera envuelto por la
intima y familiar banda sonora de mis recuerdos, una música que
se inició al ritmo de noventa veces por minuto nada más
entrar bajo la luz de los farolillos y que no me abandonaría en
toda la noche.
(c) Vicente Blasco Argente |
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