Fe

Los primeros impactos no le dolieron, solo notó como si una fuerza le empujara salvajemente y le lanzara al suelo. Después al intentar levantarse sintió un  dolor agudo y la extraña sensación de que algo le corroía por dentro. En el suelo, mientras intentaba reptar hacia un lugar más seguro siguió oyendo el tremendo ruido de las detonaciones y antes de que nuevos trozos  de metralla le entraran en el cuerpo alcanzó a ver su compañero “el gallego” que corría hacia él, gritando: “¡Aguanta! ¡Carallo! ¡Aguanta! que vengo a por ti valencianet”. Estaba de rodillas, mirándose sorprendido las manos ensangrentadas, oyendo como su amigo chillaba con el rostro desencajado, en una postura cercana a la oración cuando recibió de nuevo otros  impactos de metralla y le sobrevino a continuación, de modo fulminante, una gran punzada de dolor seguida de un enorme cansancio, una fatiga extrañamente soñolienta que le hizo abandonar el control de su cuerpo y cayó de bruces. El pensamiento se le desvaneció con el rostro de su madre acunándole. Cuando su amigo llegó y sacudió su cuerpo en un intento desesperado de despertarlo, todo fue inútil porque él ya había muerto.

La noticia de su muerte llegó dos días después al Ayuntamiento del pueblo. Un escueto mensaje telegráfico que anunciaba que el soldado había caído luchando valientemente en combate, que las autoridades militares y el gobierno de la nación lamentaban tan dolorosa pérdida y que se habían tomado las medidas pertinentes para que el cadáver fuera entregado a su familia lo antes posible. El alcalde, un viejo conocido de la familia, fue a casa de la familia llevando el telegrama. Abrió la puerta María, la madre del soldado y al ver el semblante del alcalde supo de inmediato que su hijo había muerto. No lloró mientras le leían el mensaje, solo le temblaban ligeramente las piernas y tuvo la sensación de que la visita del alcalde y la lectura de tan amarga noticia eran tan irreales como los sollozos de su marido. Después le contarían a María que su hijo apenas sufrió, que los impactos de metralla impactaron en la cabeza y que murió tan rápido que no debió darse cuenta. Quizá se lo dijeron para consolarla, como también que era un chico muy apreciado por los mandos y que sus compañeros le consideraban un buen camarada. Después vinieron otras palabras que ella ya no quiso escuchar: que entregó su vida por una buena causa y que la nación no olvidaría jamás su enorme sacrificio, pero ella ya había cerrado sus oídos y su mente como si fuera la concha de una ostra que intenta así proteger su hermosa y única perla.  Primero negó una y mil veces con la cabeza, incrédula ante la idea de no ver más a su Pepico, después le llegaría la rabia. A su lado Ramón, su marido, un labrador de carácter rudo y de pocas palabras, desconcertado por aquel dolor tan inesperado la abrazó con desconocida ternura y ambos se consolaron mutuamente entre sollozos y espasmos. A partir de ese día María se sostuvo con entereza gracias a su fe religiosa,  se volcó en la oración y asistía a cada oficio religioso buscando consuelo pero también respuestas por la tragedia que acababa de vivir. Pero meses después de la terrible noticia, el destino volvería a golpear con fuerza a María y no sería la metralla de una guerra infausta sino unas fiebres producidas por la pulmonía que se llevaría a su marido. Volvió a llorar y a sentir pena y después le llegó la ira, una rabia intensa que le daría fuerzas para prometerse dos cosas: sacar a sus hijos adelante, sin ayuda de nadie, con lo único que sabía hacer que era coser y atender las labores de casa; la segunda decisión tenía que ver con sus creencias religiosas que cayeron rotas con la muerte de su marido. No comprendía como ella, fiel cumplidora con los sacramentos y asistente a todos los actos religiosos, podía haber sido castigada de esa manera tan cruel, así que el mismo día que enterraba a su Ramón juró en la misma puerta de la Iglesia que jamás volvería a confiar en Dios, porque no solo se sentía dolida sino traicionada por ese Dios al que tantas horas y oraciones había ofrecido.

Han pasado veintisiete años y hoy es la procesión del Cristo. Como cada año ella no piensa ir, aunque hoy su nieto preferido oficia, por primera vez, de monaguillo. Es un niño sensible y despierto, de buen carácter aunque muy frágil de salud. Anda siempre con problemas respiratorios y pasa más horas a cuidados de la abuela que yendo a la escuela. Ahora tiene ocho años y lleva unos meses que no padece de nada, pero la abuela no se fía, es octubre y los fríos del otoño suelen ser más duros que los del invierno. Es sin duda el más débil de sus nietos y el parecido físico con aquél hijo que perdió en la guerra, en una carretera bombardeada por la aviación italiana, es asombroso, quizá por ello es el preferido y cuida de él como si le fuera la vida en ello. Hoy es la procesión del Cristo y la gente de fe acude para rogarle al crucificado que mantenga alejada la enfermedad o que sane a los enfermos. La abuela María está sola en casa, frente al fuego, por un momento se le han quedado los ojos pegados al flamear de las llamas y su mente ha comenzado a vagar,  retrocediendo al lejano 1937 y le ha parecido escuchado el ruido de los aviones, el estruendo de las bombas y el silbido de la metralla y hasta ha creído ver en el ondular de las llamas el rostro apacible y sonriente de su hijo muerto, y ha sido esa emoción lo que le ha hecho, de pronto, recobrar el presente y recordar su preocupación:  la mala salud de su nieto.  Dejando las labores en la silla ha salido impulsada a la calle con una sola idea ocupándole su mente, y con la  toquilla de lana cubriéndole apenas la espalda María ha caminado a buen paso hasta localizar una esquina por donde pasará la procesión. Y será allí, en aquel rincón, mientras el Cristo gira lentamente su rostro moribundo, brillante el rostro por las velas, oscilante en el vaivén acompasado y lento de los hombros que lo portan, cuando mirará de frente a ese rostro y le rogará, le pedirá y hasta le suplicará que cuide de su nieto, que proteja su salud, aunque solo sea esta vez,  que lo haga por todo el dolor que ella ha sufrido y porque no quiere ni puede perder de nuevo a un ser querido, y será entonces cuando al alejarse el crucificado que la abuela verá a su nieto caminar entre las filas, con su roquete blanco y su sotana roja, y cruzarán sus miradas durante un instante y sonreirán al verse, y tendrá la certeza, casi de inmediato que esta vez sus ruegos han sido oídos, y la abuela  María dará las gracias al Cristo que se aleja entre silencios rotos por el murmullo de los zapatos al rozar el suelo. 


(c) Vicente Blasco Argente