Historia Natural

Tocaba geografía y había que escribir el nombre de los nueve ríos más importante de la península Ibérica: Miño, Duero, Tajo, Guadiana, Guadalquivir, Segura, Júcar, Turia y Ebro, en el mapa recién impreso, que Don José el maestro, había estampillado en los cuadernos. Don José era un hombre muy mañoso y concienzudo que utilizaba láminas de corcho pegadas a madera y tapones de botella para hacer estampillas con las que imprimir mapas, figuras geométricas y hasta había creado preciosas letras del alfabeto y símbolos con los que decorar nuestros trabajos. Me entretuve un rato buscando donde colocar el Turia, que es el que más me sonaba, pero había otro río al lado que me confundía. En estas estaba, indeciso, cuando decidí preguntarle a mi compañero de pupitre, que para mi sorpresa anotaba los nombres como quien escribe una carta.
—Pero Salva, ¿Cómo sabes el nombre de cada río? —le dije en un susurro.
Me miró con aire de suficiencia, me mostró disimuladamente el cuaderno donde ya tenía garabateados todos los ríos y dijo:
—Chaval que es muy fácil—y bajando el tono de su voz, hasta el nivel de confidencias, continuo— mira tiene truco: al primero de la lista que va aquí —señaló Galicia—, le siguen los demás en orden de derecha a izquierda— y dibujó un círculo en el aire indicando el trazado —¿lo pillas?
Vaya que si lo pillé. Completé mi trabajo en un santiamén y me puse a esperar la hora del recreo, que don José no tardaría en anunciar. Minutos después, el maestro miró su reloj y se quitó las gafas en un gesto automático que anunciaba el recreo. Nos apremió a que le entregáramos el trabajo y saliéramos al patio.
Salir al patio era siempre una explosión de júbilo, lleno de ruido de banquetas que se cerraban bruscamente, chillidos histéricos, risas que se perdían en la escalera, empujones, codazos, una algarabía tolerada por los maestros como un mal menor, porque, a ver quien paraba aquel rebaño desbocado.
El patio de la escuela había quedado pequeño para jugar al fútbol o correr, y por eso la mayoría preferíamos ir a una explanada pegada a la escuela. Era una planicie amplia, rectangular, extrañamente amurallada, donde los chicos aficionados al fútbol podían jugar varios partidos simultáneamente sin estorbarse unos a otros o reunirse en un rincón para contar la última película del cine Villaplana, jugar a canicas o hablar de las chicas que en ese momento, las mayores, se disponían a preparar el altar con flores porque era el mes de Mayo: el mes de ofrendas a la Virgen María. Algunas de las chicas, más jóvenes, jugaban en un rincón del patio, construyendo lo que llamaban capillitas: hacían un agujero en el suelo y acomodaban en el fondo, una base con papel de aluminio extraído de las tabletas de chocolate, después, sobre ese lecho de plata colocaban trocitos de flores de varios colores y lo cubrían todo con un trozo de cristal, obtenido de alguna ventana o botella rota. El efecto de las capillitas tenía su belleza, porque parecían diminutos cuadro enterrados en aquel polvoriento patio.
Una de las chicas, en pleno proceso de ahondar la tierra para hacer su cuadro, con las trenzas indolentes rozándole el rostro, comenzó a chillar de manera inesperada. Fuimos hacia allí algunos, a la carrera, creyendo lo más obvio: que se había cortado con el cristal, pero al llegar nos esperaba una sorpresa bien distinta: la chica, asustada, señalaba el agujero con aprensión, en cuyo interior se distinguía perfectamente el pómulo y la cuenca vacía de una calavera. Lejos de amedrentarse, alguno de los chicos comenzaron a escarbar como perros que buscan su hueso, y nunca mejor dicho, porque un rato más tarde habían desenterrado la calavera completa algunas costillas y un enorme hueso de fémur.
Don José miró con interés los restos desenterrados que reposaban ahora, sobre su mesa, protegida con un papel de periódico. Los alumnos rodeábamos el descubrimiento con excitante curiosidad. Había hasta codazos para poder situarse en primera fila.
—¿Será la calavera de un hombre primitivo?
—¡A ver si resulta ser el dueño del hacha de piedra!
Hubo risas colectivas, porque en clase, entre las varias cosas traídas por alumnos curiosos, como cucos de seda que dormían en su perforada caja de cartón, el esqueleto blanquecino de un lagarto o las pequeñas tortugas de agua capturadas en el Río Fraile, destacaba, como un trofeo, el hacha de piedra pulimentada que pertenecía, según el maestro, a una época tan remota como el neolítico, y que debía ser de los primeros pobladores de aquellas tierras. Nos contó entonces, que los hombres primitivos de esta zona buscaban agua y buen clima donde asentarse y vivir de la caza y de los frutos de la tierra, y que, probablemente el hacha encontrada y las puntas de flecha que había en una caja de zapatos, eran herramientas y armas que les servían para la caza. Yo hubiera preferido que hablara de guerras y batallas entre tribus salvajes, que era al fin y al cabo lo que más se parecía a las películas, pero don José nos hablaba de circunstancias más cercanas a la vida de mi abuelo que a la de los guerreros prehistóricos que salían en los tebeos de Purk, el hombre de piedra o Piel de Lobo.
—Venga chicos, hay que lavar los huesos.
Fue sumergida la calavera en un cubo de agua para que desprendiera toda la tierra y el resto de los huesos, ya limpios, puestos a secar en el alfeizar de la ventana. Uno de los chicos más atrevidos, Pepe “Garrotín”, metió su mano en el cubo y zarandeó el cráneo para acelerar su limpieza, mientras otros con gesto de asco contemplamos la operación a cierta distancia.
—¡Qué pucherico más bueno haría mi madre con esto! —dijo Enrique, provocando un nuevo estallido de risa.
Pero la calavera no pertenecía a ningún hombre primitivo, antecesor de las primeras familias del pueblo, como queríamos creer, sino a alguien más familiar. Bastó llegar a casa y contar la historia de la calavera para que, prácticamente todos los chicos de la clase supiéramos la verdad. Las escuelas nacionales estaban construidas al lado de lo que había sido un viejo cementerio, de hecho aún quedaban las paredes. Cuando el pueblo creció y las casas comenzaron a invadir terrenos cercanos al camposanto, las gentes del pueblo y las autoridades decidieron hacer un nuevo cementerio, que estaría sobre una pequeña loma no muy lejos de allí. Del viejo cementerio abrieron cada nicho y sacaron uno a uno cada cuerpo y lo trasladaron al nuevo destino. Sin embargo, los cuerpos enterrados directamente en el suelo resultaron más difícil rescatar, bien porque ya no había familiares que reconocieran el lugar exacto de la tumba o porque los años transcurridos lo habían casi desintegrado. Debió quedar alguno, que ahora reposaba en un patio repleto de niños, o como aquella calavera que había aflorado por las delicadas manos de la niña. El maestro nos dijo que quizá la calavera pudiera ser de uno de nuestros antepasados, y que debíamos ser respetuosos con los huesos; habló, después como para sí mimo, recordando lo extraño que resultaba que bajo un patio de juegos infantiles pudieran descansar los muertos, y añadió una frase, que por supuesto, no entendí: nunca estuvo la muerte tan cerca de la vida
Transcurrido el fin de semana el caso de la calavera quedó asumido en la normalidad, y todo volvió a los cauces de la rutina escolar. El patio seguía llenándose de griterío, de pelotas y goles, de grupos contando historias y de chicas jugando con cuerdas y haciendo capillitas. El lunes tocaba geometría, y esperaba con impaciencia, que las preciosas estampillas de don José imprimieran en mi cuaderno triángulos, cuadrados, rectángulos y círculos. Al pasar al lado del cubo con la calavera me acordé de la frase enigmática del maestro y me asomé a mirarla y en ese preciso momento entendí la frase del maestro porque una tortuga salió de su interior para saludarme.

(c) Vicente Blasco Argente

 

 

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