Las mágicas manos de mi abuela Anafé

Añoré las manos de mi abuela Anafé, sus caricias y su tacto esperando entrar en el quirófano. No era la primera vez que lo hacía, pero se trataba de una urgencia y me encontraba con la sensación de tener medio cuerpo roto y la otra mitad dolorida tras una noche infernal. Con la vesícula biliar en fase de necrosis y oprimido por un dolor de estómago que parecía haberme partido por la mitad esperaba en la camilla, en silencio, cubierto por una manta que no impedía el castañeo de mis dientes, sintiéndome desamparo y con miedo fue cuando añoré las manos de mi abuela Anafé. La eché de menos porque necesitaba que alguien disipara mis miedos, amortiguara mi dolor y alejara de mí la incertidumbre, y eso, solo estaba en manos de mi abuela. Ella siempre estaba allí, cuando de niño, volvía a casa con un repelón de rodillas por el que parecía que se me escapaba toda la sangre del cuerpo, o cuando una caída desafortunada mientras correteaba y jugaba en la calle, me obliga a regresar a casa, derrotado con anticipación en medio de una batalla de indios y vaqueros. Y ahora allí frente al quirófano que abría sus puertas, me acordé de mi abuela, muerta desde hacía más de treinta años.

Fui un niño débil y enfermizo, receptor de todos los virus huérfanos que pululaban libres y que encontraban en mi el hogar que siempre desearon, fui un niño aquejado de un buen número de resfriados con su tos incorporada, fatigosa y asfixiante, o de una buena docena de calenturientas amigdalitis, hasta que estas fueron cercenadas por el buen doctor Don Agustín, fui víctima de malas digestiones, infecciones, diarreas y hasta alguna que otra lombriz enamorada de mis heces. Quizá esta debilidad congénita, tan diferente al sano crecimiento de mis otros hermanos hicieron que mi abuela me prestara más su atención, o quizá el hecho indiscutible de que fuera ella quien me tuvo en sus brazos la larga noche en que yo iba a morir. Dicen que tendría dos o tres años y que fue una neumonía la que me llevó al borde del desahucio; comido por la fiebre que hacía que mis ojos se perdieran en el infinito y la respiración entrecortada y sibilante por la disnea, ya no sabían qué hacer más. El médico del pueblo, Don Agustín, tras la administración de una inyección de antibiótico como último recurso se quedo allí plantado, con el fonendo colgándole del cuello y ante la mirada interrogativa y suplicante de la familia, con la palidez propia de quien tiene que dar una mala noticia, expresó sus dudas de que el niño pasara de esa noche. Fue entonces cuando mi abuela me arrancó literalmente de la cama y me cogió en sus brazos, y así estuvo, toda la noche acariciándome la cabeza y rezando a un Dios al que nunca visitaba en la Iglesia, pero al que se encomendaba cada día en sus oraciones nocturnas. Durante esa noche se estrechó un vínculo que duraría toda la vida, decían de ella, que yo era su nieto preferido, y ella sonreía para adentro, sin negarlo ni confirmarlo, como si eso fuera una pregunta que no requería respuesta. Pero quizá esa noche en que la presencia de la muerte fue ahuyentada por una abuela que acariciaba a su nieto en brazos, sucedió algo prodigioso, porque desde entonces ella adquirió la capacidad de curarme mediante sus manos, unas manos que recuerdo finas, habituadas a la costura, blancas, surcadas por imperceptibles arrugas y manchadas por algunas pecas como granitos de chocolate. Yo crecí sabiendo que fuera lo que fuera lo que me pasara, siempre tenía las manos de mi abuela dispuestas a salvarme otra vez.

Las puertas del quirófano se abrieron y la camilla se desplazó hacia adentro empujada por un celador que me sonrió en un gesto de darme ánimos. Después me dormí, la anestesia me desconectó de la realidad y de los sueños y desperté sin constancia de que el tiempo había transcurrido. Aun eufórico por los efectos de la química que circulaba por mis venas fui llevado a la habitación donde mi mujer y mis hijas me esperaban, ellas, alegres me besaron y tocaron y yo quise hablarles de mi abuela y de cómo una vez me salvó la vida, pero no logré articular más que palabras sin ningún sentido lo que provocó aún mayor alborozo. Quería decirles que mi abuela me curaba siempre y que también ahora lo había hecho, aunque ya no notara sus dedos acariciándome la cabeza, porque sus manos, su tacto lleno de cariño y su capacidad de curar se había transmitido a ellas, mi familia, que ahora sonreían aliviadas al verme sano y salvo.

 

(c) Vicente Blasco Argente