El legionario

Solía recalar en los mismos bares y a la misma hora, conduciendo una vieja motocicleta que petardeaba sin remisión. Aunque era paticorto poseía un tronco desproporcionado, con un pecho enorme y unos brazos recios donde los tatuajes azulaban la piel. Escondía sus sesenta y dos años en un rostro con mil arrugas y una piel del color del chocolate, oscurecida por la intemperie y el sol. Del pelo encrespado y canoso, sobresalían, como dos hachas, las negras patillas que le llegaban al mentón.

Al entrar al bar repetía idéntico ritual: alzaba el brazo, al modo fascista, y exclamaba:

—¡Viva España! ¡Viva Franco!

Pero pocos le hacían caso, alguno le saludaba con un movimiento de cabeza sin darle la mayor importancia. Al fin y al cabo, al viejo legionario, borrachín y medio loco ya nadie le hacía mucho caso, aún así, algunos se compadecían y lo invitaban a sentarse a su mesa, él entonces pedía su coñac, el primero de la tarde, decía guiñando un ojo de complicidad con su compañero de mesas, y en un solo golpe, se tragaba el contenido de la copa sin un pestañeo, para demostrar una hombría cuartelera nacida en el campo de batalla. Con su tercera copa, la lengua se le soltaba y era entonces cuando narraba las aventuras de su vida, quizá la más importante de ellas, porque ahora, trabajaba conduciendo una apisonadora en una empresa dedicada a la construcción de carreteras, un trabajo monótono que le permitía sobrevivir. Su vida en la Legión comenzó apenas con diecinueve años. Algunos vecinos del pueblo de su edad recordaban que siempre había sido un chico problemático, un poco chulesco y pendenciero con pocas ganas de trabajar y muchas de divertirse. Era hijo de un anarquista, que había enviudado joven y que tuvo que criar a un hijo y una hija como bien pudo. La educación que recibió fue escasa, y no porque el padre no insistiera, sino porque al joven le atraían más cazar pájaros a pedradas y pescar en el río con caña que los verbos y las sumas que podían enseñarle en la escuela. El padre, siguiendo sus creencias en que la libertad de cada uno es sagrada, tampoco obligaba al pequeño a cumplir con sus obligaciones escolares, ni le imponía ningún tipo de disciplina ya que esto iba en contra de su radical pensamiento anarquista. El joven pues, se deslizó por la senda de la pequeña delincuencia y la gamberrada hasta que ingresó en la Legión a principios del año 1936 huyendo de la persecución a que la Guardia Civil le sometía por algún pequeño robo que se sumaba a una larga lista de raterías. Allí aprendió a sobrevivir entre la extrema disciplina, que rayaba la brutalidad, pero a la que acabó aceptando como forma de vida ordenada no exenta de otros valores como la camaradería. Cuando ya cumplía seis meses en los cuarteles de la Legión de la África colonial y la liturgia castrense lo había convertido en un Caballero Legionario fue donde se enteró de que había estallado la guerra.

—¡Aquel dieciocho de julio, yo fui uno de los que participó en el Alzamiento Nacional! —y elevando la voz, matizaba—¡El glorioso Alzamiento Nacional!

Era cierto, él era uno de los centenares de legionarios que al mando del coronel Juan Yagüe cruzaron el estrecho para enfrentarse al gobierno de la nación, en una acción previamente organizada y preparada por los generales Mola y Franco. La legión formaba parte de las primeras tropas de choque enviadas a la península, las que entraron en combate los primeros días, con la ferocidad y la rabia que caracterizaba a aquellos soldados desarraigados que solo tenían en común el sentimiento de pertenencia a su Bandera.

— ¡Ponme otra Ramón! ?y el viejo legionario levantaba su copa vacía.

Y continuaba su perorata.

—Me he salvado cuatro veces de la muerte, pero jamás perdí una batalla.

Y volvía a relatar, cada vez con la voz más pastosa, su valentía en el frente, su capacidad de aguante y la suerte que siempre le había acompañado. Contaba batallas en las que había participado, celadas de las que se había librado, difíciles escarpadas para tomar una cotas bajo el fuego graneado del enemigo, el aguante insoportable de de los ensordecedores bombardeos de los Poliarpov RZ, y hasta la sangrientas y temible lucha a bayoneta, en un cuerpo a cuerpo del que el enemigo sucumbía y él siempre salía victorioso. Tras un buen rato contando sus hazañas, reconocía haber sido un superviviente y a veces, en su relato hacía un giro inesperado y le alcanzaba la tristeza al recordar a los compañeros caídos, y sus ojos se tornaban acuosos, quien sabe si por el alcohol o por algún atisbo de sentimiento que le golpeaba en algún lugar de su endurecido corazón. Se vanagloriaba de que jamás disparó a un civil, y con esto hacía una crítica a las unidades falangistas que amparados en la retaguardia se dedicaban a limpiar la zona conquistada a balazos. Él siempre lucho dando la cara, de hombre a hombre, de soldado a soldado, con respeto por el enemigo.

Su cuerpo tatuado mostraba parte de su vida y de sus creencias, una virgen con lágrimas surcándole el rostro ocupaba la mayor parte de su brazo izquierdo, más abajo un nombre de mujer le recordaba a una novia que tuvo en Algeciras, el brazo derecho lo ocupaba el emblema La Legión compuesto de alabarda, arcabuz y ballesta cruzados y una frase, escrita de modo torpe que indicaba que él era un “Novio de la muerte” frase extraída del siniestro himno legionario. En el pecho izquierdo llevaba tatuado un corazón que sangraba y ni siquiera él recordaba cuando se lo hicieron, victima quizá de una de aquellas borracheras que solía coger durante la campaña militar. Era de los pocos, que tuvo la gran suerte de sobrevivir a la guerra, la mayor parte de sus compañeros perecieron en ella, y tras licenciarse, acabó deambulando unos años por el sur de España, donde conoció a una joven con la que quiso establecer una relación y cuyo nombre llevaba tatuado. Entonces él era joven, apuesto y mostraba muy orgulloso la medalla ganada en combate y con la que le recibía una pequeña pensión. Pero la relación no llegó a cuajar. Quizá ella no llegó a entenderlo jamás y aspiraba que tras su fachada de hombre endurecido hubiera algo de sensibilidad, de compasión y de ternura, pero él jamás demostró estas debilidades, quizá, porque en su vida, nunca las había conocido. Quizá su hermana si tuvo estas debilidades porque al cabo de unos años lo acogió en su casa, y él regresó al pueblo donde ambos habían nacido. Le costó encontrar un trabajo con lo que completar la exigua pensión que cobraba y que su afición al alcohol llevaba a que durará apenas una semana. Un empresario, afecto al régimen que poseía una empresa que trabajaba en Obras Públicas, se compadeció de este ex legionario y le ofreció trabajo como peón caminero. Pasaba la edad de los cuarenta, pero demostró una energía y dedicación encomiables, llegaba sobrio al trabajo y solo bebía al concluir la jornada laboral. El trabajo era muy duro para su edad y aunque el no mostraba signos de fatiga el capataz acabó por ascenderlo a conductor de apisonadora porque juzgó que este era un trabajo más descansado para su edad que el repartir la grava con azada sobre la calzada.

Pasaron los años y ya pocos querían oírle contar sus historias, solo los niños y los viejos, unos por curiosidad y los otros por compasión aguantaban al viejo legionario desgranar, una tras otras, sus mil historias de camaradería y heroísmo. Algunos le rehuían directamente y otros se mofaban discretamente, entre ironías que él no captaba. Y es que todas esas historias quedaban muy lejos, olían a antiguo, a una mezcla de naftalina y zotal, los tiempos estaban cambiando y él aún seguía anclado en ese 18 de julio.

Un día de noviembre ocurrió lo previsible. La noticia se extendió por todos los medios de comunicación: El dictador había falleció. Tres días después se hicieron los funerales y el legionario, ese día, se puso sus mejores ropas, bien afeitado, puesta su gorra de barco con la borla colgándole sobre la frente y la medalla sobre su pecho y una banda negra, de luto, circundándole el brazo izquierdo e inició su recorrido por los bares, la moto durante el trayecto manteniendo una verticalidad casi imposible y con su peculiar ruido iba avisando de su llegada. De nuevo pidió su coñac, ya era el tercero de la tarde, se sentó a beber solo. Nadie le acompañaba en la mesa, ni en esa ni en las anteriores paradas. Él no creía beber por la muerte de un dictador sino por la muerte de quien había sido su comandante en jefe. Aquel que se alzó un 18 de julio, y se aferraba a ese recuerdo con nostalgia, porque ahora parecía tomar conciencia de que su mundo desaparecería muy pronto y él no había sido más que carne de cañón, un mero peón entre miles en una guerra fratricida que tras 39 años desde el alzamiento ya nadie quería recordad, y los pocos que podían recordarla se negaban a hacerlo, mientras que los jóvenes la rechazaban y aspiraban, con esperanza, a un cambio de época que les trajera mejores tiempos.

En la televisión mostraban la comitiva que portaba en féretro del dictador al Valle de los Caídos y una voz engolada y describía el acto con gran solemnidad, pero la gente del bar, agricultores en su mayoría, aguardaban con impaciencia que acabaran las noticias de la televisión para que dieran el esperado parte meteorológico, que es lo único que les importaba, ajenos completamente al funeral y al viejo legionario que en un rincón seguía bebiendo solo y en silencio su copa de coñac.

(c) Vicente Blasco Argente