Nochebuena

Hoy no iba a ser un día cualquiera, pese a que adivinaba la rutina habitual de un día cualquiera, hoy era Nochebuena y encontraría mejor comida en el albergue y con un poco de suerte hasta podría dormir bajo techo. Se levantó del banco donde había pasado la mayor parte del día y arrastró el carro con los enseres, allí llevaba algo de ropa que había encontrado en los contenedores: mantas, plásticos para cubrirse en caso de lluvia repentina y cajas repletas de quincalla que le gustaba recoger en la basura. Completaba el ajuar bolsas con botellas de agua y algo de pan duro y galletas que le habían dado en su última expedición al mercado. Pero su tesoro más preciado era la caja de libros. Una caja repleta de libros que había conseguido a base de buscar en los contenedores, seleccionando aquellos que más le gustaban. Se enorgullecía de disponer de autores clásicos impresos en papel cebolla, novelas policíacas en edición de bolsillo y mamotretos históricos de lomo duro, novelas románticas, de fantasía y del oeste y hasta un diccionario enciclopédico que abría a menudo. Siempre le habían gustado los libros, desde que aprendiera a leer, en una remota época que le costaba ya recordar. Recurría a los libros para evadirse de aquella realidad tan dura. Los libros le ofrecían la posibilidad de ser otro, de salir de esa miseria cotidiana alimentando la mente con algo más que bocadillos de mortadela y vino encartonado. A fin de cuentas los libros que él buscaba y acariciaba con tanto esmero, una y otra vez, eran el pasaporte a su pequeña felicidad. Pero desde hacía unos años sus ojos habían perdido visión y leía con mucho esfuerzo, a veces, si la luz era escasa solo veía borrosas líneas que parecían fluctuar como serpientes. Se entristecía pensando que dentro de poco ya ni siquiera, con buena luz, podría seguir leyendo aquellos libros que tanto amaba. Pero hoy no era un día cualquiera y por eso tiró del carro con más ganas. Quería ser puntual a la cita y por esa razón miraba el reloj del campanario y los digitales de las esquinas comerciales y preguntaba a los transeúntes porque por nada del mundo quería llegar tarde. Le abrió la puerta un mujer de mediana edad, en bata blanca, de pelo prematuramente encanecido que recogía en un moño y que sonrió al verle entrar. Le preguntó por su nombre y al confirmar sus datos fue hacia el cajón de la mesa y sacó el estuche que ofreció al hombre. Con timidez, casi con vergüenza, asió con su mano aquel estuche de color verde que guardaba en su interior unas gafas y lo abrió como si abriera un cofre que guardara dentro una piedra preciosa. La mujer le animó a ponerse los lentes y probarlos y él lo hizo con extrema delicadeza. Tras colocárselos abrió los ojos y la pudo ver ella con nitidez y todo cuanto le rodeaba adquirió, de pronto, un aspecto nuevo y hermoso y sonrió dando las gracias mientras sus ojos intentaban acostumbrarse a tanta belleza y pensó en sus los libros y en las horas de placer que le proporcionarían, y dio de nuevo las gracias y esta vez su voz tembló emocionada. Se marchó de allí arrastrando el carro con nuevos bríos y la mujer de blanco quedó allí en el consultorio médico, que hoy entregaba gafas gratuitas, contagiada por una extraña felicidad y sintió una enorme alegría y pensó que hoy era Nochebuena y que quizá por eso, no debía ser un día cualquiera.

(c) Vicente Blasco Argente