Praderas salvajes


— ¿De dónde vienes? ¿Es que no sabes la hora que es?

— Del corralico de Vicente “El socarrao”…

— ¡Anda pasa pa’lante que si me quito la zapatilla te pongo el culo morao.

— Es que le han criao las conejas y tiene un montón de conejicos.

— Anda, pasa, pasa y coge la merienda.

La merienda, que esperaba sobre la mesa era un trozo de pan, del que hacía la abuela, denso y compacto, en cuyo interior habían clavado una minúscula porción de chocolate “La campana de Elgorriaga”. Cogí la merienda y salí disparado a la calle.

Extraje el chocolate y se me hizo la boca agua. Ataqué la merienda con ganas y para que me durara más el chocolate, lo iba royendo como una ardilla, para masticar después el pan, pero al rato, llevado por entusiasmo roedor fulminé el chocolate y el pan me acabó por hacerme una bola difícil de tragar sin el chocolate, así que, cuando llegué a las Oliveras lo lancé hacia dos gatos famélicos que tomaban el sol sobre el margen de piedras de un bancal de naranjos. Los gatos dieron un salto y con las colas enhiestas se dispusieron a mordisquear el pan de la abuela. La corteza era dura, pero los gatos tenían buenos colmillos.

Al llegar a las Oliveras, bajo el algarrobo, ya estaba José Luis esperando junto con Octavio.
—¡Si que llegas tarde! — me reprochó José Luis que debía de estar de mal humor porque haberse acabado ya la merienda. Pese a su delgadez, José Luis era insaciable y comía con voracidad canina. Era la envidia de mi madre y de mi abuela que me decían a coro: “¡José Luis sí que come! Así tendrías que comer tú! Que te vas a quedar menudico y ruin. — Y remataron — ¡Hasta tu hermano Tomi te pasará! Y no iba desencaminadas porque Tomi ya comenzaba a alcanzarme en altura.

— Es que he estado en el corralico del Socarrao, viendo los conejitos recién nacidos. ¡No tienen pelo!

Esto último pareció sorprender a Octavio, que venía cada año de Barcelona a pasar las vacaciones de verano en casa de su abuela Pura, en la Fonda. Sus ojos miopes se agrandaron, no sé si por efecto del asombro o de los cristales de las gafas. Era de ciudad. De Barcelona nada menos. Y esos no sabían de la misa la mitad.

—Los gatos también nacen pelados y con los ojos cerrados —añadió con suficiencia José Luis, para acreditar así sus conocimientos zoológicos.

Octavio nos miraba de hito en hito maravillado por nuestros conocimientos de la naturaleza. Unos días antes tuvimos que explicarle que hacían dos perros, de diferente sexo, enganchados de manera extraña y que parecían bailar de modo errático. Le habíamos dejado totalmente estupefacto con nuestros conocimientos sobre la reproducción de la fauna ibérica.

—Vamos a construir una cabaña con troncos, para que Octavio vea como son ¿Qué te parece?

—¡Perfecto! ¡Vamos allá!

Subimos al alto donde estaban apilados montones de los troncos de las matas de tabaco que habían puesto a secar. Era un material de deshecho, ya que una vez arrancada la hoja, los troncos no servían más que para leña. Las cabañas se construían apilando los troncos en forma cónica, a modo de las típicas tiendas de los pieles rojas que veíamos en las películas de indios y vaqueros. Mientras colocaba los troncos con precisión de arquitecto, me rasqué varias veces, me picaba la cabeza y la espalda. Al principio era un ligero escozor que se iba propagando por el cuerpo. Una vez construida la cabaña entramos dentro en cuclillas y nos sentamos los tres cruzando las piernas, con cuidado de no empujar los troncos que nos daba cobijo. Yo seguía rascándome. Comenzamos a contar aventuras: historias inventadas relacionadas con los indios de las películas. Nos hacíamos llamar nombres dictados por nuestra afición al western: José Luis adoptó el nombre de Oso de las Praderas, yo conseguí el de Caballo Loco y a Octavio le bautizamos con el de Gran Bisonte, a lo cual puso ciertos reparos porque a su juicio se parecía demasiado a una marca de cigarrillos. A mí me seguía picando el cuerpo y parecía que se acrecentaba más: estaba incómodo dentro de la cabaña que olía fuertemente a tabaco y quizá fue ese olor picante el que hizo estornudar a Octavio. Le dio por estornudar de forma continua y con tal intensidad que salimos presurosos de la cabaña ante el temor de que los troncos se desmoronaran sobre nuestras cabezas. Abandonamos pues nuestro cobijo y fuimos a dar una vuelta por el Alto con la intención de darle una sacudida a una higuera a la que teníamos puesto el ojo y con la que completaríamos nuestra merienda. Pero el destino quiso que se interpusiera entre los higos y nosotros un panal de avispas y una de ellas lanzada al ataque acertó con su aguijón a José Luis en plena frente. Rápidamente huimos de allí. “Barro, barro, grité yo”; con un escupitajo en el suelo hicimos un poco de barro con los que José Luis se puso sobre la picada para amortiguar el dolor. Octavio nos miró estupefacto y sus ojos volvieron agrandarse, esta vez no sé si por el descubrimiento de nuestros hábiles remedios medicinales o porque los estornudos amenazaban con hacerle saltar los ojos de sus órbitas.

Dejamos el Alto y bajamos al pueblo. El aspecto del grupo de indios no podía ser más lamentable: Caballo loco rascándose de modo incontrolado como si se hubiera apoderado de él el baile de San Vito, Gran Bisonte estornudando a ráfagas de ametralladora y Oso de la Pradera, con un pegote de barro en la frente que mermaba su dignidad.

Ya en casa, desprovisto de mi nombre indio y al verme entrar con el cuerpo agitado, mi madre preguntó:

— ¿Pero qué te pasa que te rascas tanto?

Pude oír a la abuela, con su inmensa sabiduría, decir :

— ¡Seguro que ha cogido pulgas en el corral del “Socarrao”!

Y efectivamente como siempre la abuela Anafé, sin apenas despegar los ojos de las labores que cosía en el zaguán de la casa, había acertado otra vez con el diagnóstico. Un diagnóstico que me llevó a la ducha con el agua tan caliente que debió hervir a las pulgas, tras lo cual, intensas friegas de alcohol intentaron desinfectar mis heridas y colorearon mi piel convirtiéndola en la de un auténtico indio de las praderas. Lástima que mis amigos no pudieran verme ahora, pensé, seguro que tengo pinta de un auténtico guerrero Siux.

(c) Vicente Blasco