Tal vez tuviera
quince años
Era el primer día de clase
después del verano. Comenzaba mi tercero curso de Bachiller en
Enguera, una pequeña ciudad a poca distancia de mi pueblo y estábamos
reunidos en la puerta de la escuela, formando corrillos, a la espera de
que abrieran las puertas. La mayoría veníamos de otros pueblos
y coincidíamos con los compañeros del curso anterior, que
volvíamos a reencontramos tras la pausa estival. Había un
tremendo alboroto. Yo hablaba con mi amigo Manuel, que me había
impresionado por su cambio de imagen: llevaba unos pantalones a rayas
blancas y negras en franjas verticales que llamaban poderosamente la atención,
y el pelo, largo, le alcanzaba casi la espalda.
—¡Has adelgazado Guerrero! —siempre nos llamábamos
por nuestro apellido
—La bici. Ha sido la bici, Blasco.
Al alzar la vista, en un movimiento involuntario de la charla la vi a
ella. Quizá me fijara porque vestía de negro, el recuerdo
es ahora borroso, pero no puedo olvidar unos ojos que nos miraban a todos
un poco intimidada en un rostro pálido ahora sonrojado. Fue en
ese momento cuando aquellos ojos se posaron en los míos, durante
unos segundos más de lo que la prudencia aconseja, justo el tiempo
suficiente para que, como un imán, quedara yo prendado de los suyos.
Atravesó el patio acompañada de una joven, que después
supe era su prima, y ambas se mezclaron con el grupo de alumnas del 2º
de Bachillerato; pero ella destacaba entre el grupo multicolor por el
tono oscuro de su ropa. Poseía un rostro ovalado de piel blanca,
y los pómulos ligeramente rosados como pintados sobre porcelana
china, y un pelo azabache que parecía absorber los rayos del sol.
Su nombre era Angelines y poseía los ojos más hermosos que
yo había visto nunca, unos ojos oscuros, como su cabello, profundos
y expresivos, velados por un dolor que correspondía al mismo luto
que llevaba por la muerte de su madre. Su mirada me habló en un
lenguaje sin palabras de temor, de curiosidad, de interés y hasta
de atracción, como si me reconociera entre aquella multitud de
jóvenes vociferantes.
Desde ese día, cada vez que nos cruzábamos, se nos pegaba
la mirada y sonreíamos en una mueca de complicidad sin palabras.
A mediada que transcurría el curso, el juego de miradas era más
y más intenso, hasta tal punto que la buscaba por el patio, en
los pasillos, entre las puertas entreabiertas de las aulas, o bien desde
la clase mientras merodeaba cerca de las ventanas con alguna excusa inútil,
para observarla desde allí en el patio, en el grupo de chicas de
su curso mientras hacían gimnasia. Alguna vez alcancé a
verla, aunque tan solo fuera un segundo y descubrí consternado
que ella también me miraba. Era algo tan extraordinario que parecía
poseer el don de “sentir” que mis ojos la buscaban, porque
daba igual que estuviera de espaldas o rodeada entre un grupo de amigas,
ella siempre acababa siempre girándose para comprobar que yo estaba
allí mirándola, y al darse cuenta de ello sonreía
con timidez, con una timidez que la hacía sonrojar. Y no pasaba
un día sin que yo no persiguiera su encuentro, convencido ya de
que encontraría sus ojos y tras ellos su sonrisa tímida:
Y si tenía suerte y le aguantaba la mirada conseguiría también
que apareciera aquel hermoso color rosado en sus mejillas.
A medida que transcurría el curso le conté a Manuel la atracción
que sentía por aquella chica vestida de negro. Él ya se
había dado cuenta y como mi amigo poseía una prodigiosa
simpatía y un innato (y envidiable) arte para la seducción,
además de unos gustos en el vestir que impactaban a las chicas,
no le costó averiguar, a través de su prima, cuál
era el nombre de “la chica de negro”, supe que se llamaba
Angelines, y me reveló, además, algo más importante
que me llenó de aturdimiento: descubrió el secreto que había
presentido, y es que a ella, también le gustaba yo.
A partir de ese momento Manuel y yo la llamábamos en clave: “Etnegra”,
se parecía al latín que estudiábamos en clase (y
que tanto me costaba aprender) y fonéticamente sonaba a “negra”
el color de su luto, aunque en realidad este nombre era mi segundo apellido
al revés.
—¿Qué chaval? ¿Has visto hoy a Etnegra?
—Hoy no. ¿Y tú la has visto?
—Pues sí. La he visto. Iba con su prima y otra amiga.
Así transcurrió el curso hasta llegar a su último
mes, estábamos en plenos y duros exámenes finales. Ese día
acabé de entregar el examen de matemáticas y salí
fuera del aula, liberado ya de la tensión. Me dirigí al
patio para reunirme con quienes ya habían acabado también
el examen y poder comentar, en un acto de puro masoquismo propio de adolescentes,
los resultados de las preguntas. Bajé por las escaleras de dos
en dos, al la carrera, y al girar para coger el último rellano
me encontré con ella, de sopetón, quien debía salir
también de su clase y bajaba al patio. Frené de golpe. Nos
miramos de frente, estábamos solos sin nadie alrededor. Ella llevaba
una carpeta sobre su pecho y la apretaba con fuerza, el blanco de sus
nudillos, así lo atestiguaban. De inmediato toda la sangre me vino
a la cara y pude sentir el calor de mi propio sonrojo...y también
el de ella, porque mimetizada por el color que adquiría mi rostro
ella también se ruborizó. Algo me impulsó a iniciar
una conversación, la primera. Con mi mente bloqueda y el corazón
latiendo con fuerza solo fui capaz de articular un:
—¡Hola!
—Hola —correspondió ella al saludo.
—¿Bajas— le pregunté.
—Sí — contestó ella desviando su mirada.
—¿Qué tal el examen— ?añadí, en
un alarde de ingenio.
—Bien —me respondió.
—¿De que ha sido? ?quise saber.
—De historia—me informó.
—¡Ah! —Exclamé yo, con todo mi cerebro agotado,
no sé si por el examen o por la emoción de ese momento.
Al llegar al patio nos separamos. Ella se encaminó hacia el grupo
de chicas y yo al de los chicos. Manuel, que ya se encontraba hacía
rato en el patio me había visto llegar y advirtió de inmediato
lo extraordinario del encuentro, porque su sonrisa se fue agrandando a
medida que me acercaba a él.
—¡Chaval! …¡no
me lo digas!…¡has hablado con Etnegra!
—Sí…—le sonreí, conteniéndome las
ganas de saltar de alegría.
—¡Hombre! Por fin...y ¿qué? ¿Interesante?
—Bueno. Estaba haciendo el examen de historia …y parece que
le ha ido bien.
—Venga, venga, cuenta…¿Qué te ha dicho?
—Pues eso, lo del examen, ¡si apenas nos hemos dicho nada!
—¿Pero que te ha parecido?
—Buf! ¡ Dios mío! Es muy guapa…y casi se me sale
el corazón por la boca.
Manuel se rió con ganas de la ocurrencia y nos fuimos los dos hacia
el pozo, a un centenar de metros fuera del patio, un lugar donde nos refugiábamos
a fumar a escondidas. Yo fui a la carrera, saltando y dando gritos de
entusiasmo, exultante y feliz por el encuentro, había experimentado
la sensación de que había estado muy cerca de Dios…
¿o quizá, fuera un ángel?
©Vicente Blasco
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